domingo, octubre 28, 2007

Una historia futurista

Como para casi todo el mundo, Chris Marker era para mí el director de La Jetée, el famoso cortometraje que inspiró la película de Terry Gilliam, Nueve Doce monos. La Jetée es una especie de fantasía futurista, que cuenta la supervivencia del mundo después de una guerra nuclear. Los sobrevivientes han bajado al subsuelo y allí se dedican a hacer experimentos científicos para enviar a personas en viajes temporales hacia el pasado. Casi todos los “voluntarios” mueren o enloquecen a causa del impacto mental provocado por la convergencia de tiempos. El protagonista, seleccionado por tener una fijación fuera de lo común con una imagen del pasado, intentará atravesar ese obstáculo a través de un catálogo de sueños, con las consecuencias previsibles.
Por supuesto, cuando me enteré de que en 1961, justo el año antes de filmar La Jetée, Marker había hecho una película sobre Cuba, me apresuré a conseguirla. La he visto varias veces, y siempre acabo con la misma impresión: vista hoy, Cuba sí resulta, en realidad, la primera parte de La Jetée, una fábula futurista contada como un viaje al pasado, la historia de otro mundo, igualmente amenazado, que se entretiene en ensayar un experimento fundamental.
Bien lejos de la intención de su director (orígenes aristocráticos, ideología marxista, casi un radical de izquierdas), Cuba sí se revela hoy en la pantalla con los rasgos pavorosos de quien ha captado, casi sin darse cuenta, las claves de una mutación que se propone como nuevo comienzo, como renacimiento nacional.
Para quienes crecimos en la época del descreimiento, este documental y esta voz en off (La Jetée, por pierto, también está narrada en off) representan los trozos de una memoria inconcebible, un magma de imágenes donde se mezclan fusilamientos y ranas toro, Guillén y una supuesta “democracia ateniense”, niños y tabacos a medio, banda militar y rumba callejera. Eso era Cuba, y es probable que lo siga siendo 46 años después. El aire de franco primitivismo (nunca mejor dicho) que traslucen varios episodios del documental tiene que ver con el espíritu de un mundo amenazado, pero también con la idea de un origen primordial natural, un mundo primitivo como ese que vemos en algunas películas de ciencia-ficción y que reaparece aquí con ribetes tropicales (esa aldea sobre pilotes, ese alpinista improvisado, esa celebración del erostismo, esa ciénaga espontánea).
En el fondo, toda revolución tal vez no sea más que una técnica de montaje, un experimento con el tiempo. Haber descubierto ese secreto es lo que convierte a Cuba sí en la mejor película sobre los inicios de nuestra plaga.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

PD: Tres links interesantes:

-Sense of Cinema sobre Marker y su filmografía.

-Derek Malcolm en The Guardian.

-Sobre Enrique Ubieta (¿acaso el papá del otro Ubieta, el Malo?), que trabajó con Marker en la música de varios filmes, emplasto sonoro que luego Guillén Landrián va a descomponer en capas de ruido, cuando le toque montar “Taller de Línea y 18”.

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viernes, octubre 12, 2007

Morirse junto al mar

Reinaldo Arenas. Guillermo Rosales. Carlos Victoria. Los tres mejores narradores que ha tenido Miami. Los tres amigos del cuento "La estrella fugaz". Los tres, suicidas.
Leyendo hace poco en el dossier de Encuentro 44 un adelanto de la novela que ahora queda trunca (Cuando mi nombre era Pablo, le puso) pensé que Victoria había dado con la clave del exilio. Sí, sus libros publicados son buenos, pero esto era otra cosa, algo de otra envergadura, la posibilidad de hurgar en el meollo literario de nuestro gran tema pospuesto, de igualar las mejores páginas de sus dos amigos.
La historia, tal y como aparece esbozada en esas pocas páginas, es la de un aspirante a escritor devenido lector voraz ("me sumergí en el mundo de los libros, como el que se sumerge en un océano, y al final salí seco") que se va de Cuba, llega a Miami y tiene un accidente que le deforma el rostro. Entonces consigue un abogado y gana mucho dinero como indemnización, una cantidad que le permite empezar una nueva vida. A los 41 años recibe el nuevo rostro que le ha regalado un cirujano, tiene una nueva identidad con su segundo nombre y puede verse a sí mismo con extraña distancia. Es el momento de volver a empezar.
Y entonces el personaje decide volver. Regresa a Cuba, visita su infancia. Impulsado por el amor y el odio -dice-, "con el fin de atar cabos". Es el umbral novelístico más prometedor que uno pueda imaginar. Es también, ahora lo sabemos, un canto de cisne.
Nunca hablé con Carlos Victoria, pero gente que fueron sus amigos dicen que era una buena persona. Para mí su muerte es algo que no sé bien si incluir en el terreno de los sentimientos: la frustración de un lector que se quedó esperando, una nueva muesca en la larga lista de buenas novelas pendientes.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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miércoles, septiembre 26, 2007

Crónicas de Antiterra


En su novela Ada or ardor, publicada en 1969, Vladimir Nabokov imagina una especie de planeta, Antiterra o Demonia, cuya geografía combina los rasgos de Rusia y Estados Unidos. En Antiterra todo sucede con al menos cincuenta años de anticipación en comparación con la Tierra, un extraño mundo cuya existencia no está del todo probada. El área que llamamos Rusia ha sido conquistada centurias antes por los tártaros, mientras que América está colonizada por rusos, ingleses y franceses. Los períodos históricos también están mezclados, y aunque la historia narrada ocurre a finales del siglo XIX y principios del XX, en Demonia conviven las mansiones campestres de Chéjov y Jane Austen con teléfonos, aviones y rascacielos modernos.
La realidad, ya se sabe, gusta a veces de imitar al arte. Circunstancias capaces de retar a la imaginación más ferviente provocaron que entre 1970 y 1989 la URSS fuera invadida por una avalancha de estudiantes cubanos que protagonizaron un insólito Bildungsroman de la Guerra Fría. Verlos atravesar la Perspectiva Nevski o la Avenida Kalinin encogidos de hombros y arrebujados en sus precarios abrigos era la prueba de hasta qué punto la política consigue a veces violentar la geografía. El resultado: adolescencias injertadas en un antimundo real que al final terminó siendo, como el raro territorio que se inventa Nabokov, una combinación de Rusia y Norteamérica.
Un cubano enviado por esos años a cualquier punto de la vasta geografía soviética debía poner en marcha un complejo proceso mental para incorporar a la memoria de unos padres crecidos en la década del cincuenta (el béisbol, la mafia, los rascacielos frente al Malecón) la ideología de la utopía comunista (moralidad adusta, planificación quinquenal, una sociedad rebajada a maqueta de apicultor). Capitalismo y socialismo se fundían, entonces, en una especie de amalgama, donde nuestros protagonistas abrevaban el abundante kitsch-póshlust segregado por las dos glándulas constitutivas del imaginario político de la Guerra Fría. Imaginario que todavía fascina a numerosos turistas de la política travestidos de antropólogos amateur: hipnóticos admiradores de una sociedad que en realidad recuerda otra novela de Nabokov, Invitation to a beheading, donde la administración, repleta de pompa y retórica, apenas necesita oprimir a los ciudadanos porque todos, salvo un número ínfimo de disidentes, aceptan con alegría la verdad transparente de lo vulgar mientras un verdugo que parece salido del Grand Guignol exige “esa atmósfera de efusiva camaradería entre el ejecutor y el ejecutado, que es tan preciosa para el éxito de nuestra común empresa”.
La manera en que una cultura profundamente americanizada como la cubana consiguió “rusificarse” sin grandes traumas culturales obliga a preguntarse por los límites de nuestra cartografía cultural, que tuvo su gran escena apocalíptica en la llamada “Crisis de Octubre”. La "Crisis de los Misiles", como ha visto Glucksmann, fue el momento en que una isla del Caribe estuvo a punto de invertir el destino del mundo conocido al convertirse en la explosiva prenda de la Guerra Fría. Esa fue, sin duda, una circunstancia definitiva en el proceso cubano de sovietización, pero también en nuestra entrada política en la ficción: detrás de la tabula rasa evocada por un conflicto nuclear volvía a aparecer el fantasma demoníaco de un mundo invertido. En aquel mundo donde la isla proponía un nuevo comienzo no era difícil edificar desde el absurdo.
Desde entonces, hemos asistido a un desfile de devaneos ideológicos donde se derrumban muros pero se mantiene la nostalgia imperial; un ciclo revolucionario, en el sentido astronómico de la palabra, en el que la inversión ideológica abona el terreno para nuevas ficciones políticas. Tras un pasado fecundo en malentendidos (¿qué son, si no, las relaciones entre una colonia y una metrópoli, sino una larga cadena de equívocos comunes?), Cuba y Rusia siguen siendo tópicos de una historia de absurdos, aunque sus últimos episodios transcurran hoy entre bambalinas.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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jueves, agosto 09, 2007

La muerte de José Lezama Lima (notas de un biógrafo aficionado)

Sobre la muerte de Lezama, como sobre casi toda su vida, se agolpan numerosas versiones, disímiles en un buen número de detalles, coincidentes en unos pocos.
Según Ciro Bianchi, pocos días antes de su muerte Lezama comenzó a padecer incontinencia urinaria “y parece que en algún momento llegó a orinar sangre”. Prats Sariol, en artículo publicado el año pasado, habla también de una cistitis, causa de la incontinencia prostática, y agrega fiebre a los síntomas –desde el 31 de julio, es decir, 10 días antes de la muerte.
Aquí las cosas empiezan a enturbiarse. Según Bianchi, la visita de Alba de Céspedes al poeta enfermo, el viernes 6 de agosto, provocó una llamada de Alfredo Guevara al día siguiente por la mañana, diciéndole a María Luisa que “todo estaba previsto” en el Pabellón José Elías Borges del Hospital Calixto García para recibir a Lezama; que allí lo esperaba el cuerpo médico en pleno y que una ambulancia había salido ya a buscarlo. “En efecto -asegura Bianchi-, conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa de Lezama.”
Más allá del detalle casi cinematográfico del relato, parece que el entonces presidente Osvaldo Dorticós estaba realmente preocupado por la posibilidad de que Lezama (por entonces, en “cuarentena” ideológica) pudiera morir de pronto en Trocadero y se suscitara algún miniescándalo en la prensa extranjera.
Según el testimonio de Bianchi y Roberto Fernández Retamar, la noticia de la enfermedad de Lezama circuló con rapidez a los más altos niveles. Dice Retamar que él en cuanto lo supo acudió a la casa de Trocadero, “aunque no pensé que se tratase de algo serio”. Sin embargo, según Prats Sariol, esos últimos días Lezama sólo recibió en su casa a Fina García Marruz y Cintio Vitier, el Padre Gaztelu, Chantal y Pepe Triana, Bilbao y Reinaldo Arenas, Umberto Peña e Imeldo Álvarez.
Hay otros testimonios aseverando que Fina y Cintio –por entonces distanciados de Lezama- no fueron a Trocadero ni al hospital. La razón pública fue que la madre de Cintio estaba, por la misma época, muy enferma. En cuanto a Arenas, como veremos luego, no estaba en La Habana en esa fecha.
Coinciden los testimonios (con una excepción que luego citaré) en que el doctor José Luis Moreno del Toro actuó con el debido profesionalismo. Prats Sariol comenta el temor del galeno a que Lezama (un fumador asmático de unos 125 kilos de peso) acumulara [a causa de sus problemas en la próstata] “secreciones que podían derivar en una neumonía”.
El propio Moreno del Toro, que además de médico es frondoso poeta, dio una entrevista en febrero del 2003 en la que se refiere a la versión de Bianchi como “inexacta” y aprovecha para comentar un libro suyo (inédito) titulado El paciente impaciente. Mi amistad con Lezama: “En un capítulo están las últimas horas de Lezama, el único que puede hablar y saber exactamente qué pasó soy yo”.
No está de más recordar aquí que hace algunos años Norberto Fuentes, que también sabe de lo que habla, se refirió a esta "síntesis de Apolo y Esculapio" como “un Mengele criollo”, informante de la Seguridad del Estado sobre el vasto "tema Lezama":
“Si eras gordo, asmático, casi imposible de mover en tu humanidad de cachalote rendido, como era el caso de José Lezama Lima, entonces te clavaban con la presencia permanente de un médico para atenderte. El doctor José Luis Moreno del Toro (este sí nombre verdadero pero no de guerra) fue el sonriente Joseph Menguele criollo que le situaron como médico de cabecera al autor de Paradiso, y por cada auscultación de pecho y pulmones o un poco de salbutamol, el líquido prodigioso para rellenar su aerosol de inhalación, le sacaba dos párrafos de un informe."
Según Bianchi, el sábado 7 por la mañana Lezama se negó a salir de su casa. Dijo: “Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza”. (Lezama tenía la poética costumbre de referirse a la muerte como "la Gran Mudada" o la "Gran Enemiga".)
Ese mismo día, siempre según Bianchi, Lezama habría sufrido una caída en su casa, que obligó a María Luisa a hacer esfuerzos poco verosímiles para incorporarlo. “El poeta tuvo fuerzas para responder –dice Bianchi- y, apoyado en su esposa, caminó hasta la cama. Allí se desplomó, quedó tendido de tal manera, que María Luisa debió buscar la ayuda de dos transeúntes ocasionales para que lo acomodaran en el lecho.”
El domingo 8, a instancias de Moreno del Toro, volvió la ambulancia. Lichi Diego y Prats Sariol cuentan que los enfermeros debieron sacar al paciente por la ventana-balcón de Trocadero pues la camilla no tenía espacio para doblar entre la puerta del departamento y la de la calle.
Ya en el hospital, después de algunos trámites confusos, a Lezama le diagnosticaron una pulmonía. Estuvo consciente al menos hasta las ocho de la noche. En ese lapso habría recibido la visita de Virgilio Piñera y otra de Retamar, que se permitió una broma con carga ideológica (recuerden que estamos en 1976, y el más grande poeta argentino es todo un "apestado" literario):
“Joseíto, le dije (…) tienes que portarte bien y dejarte hacer todo lo que sea necesario. Fíjate que te han traído al pabellón Borges, que es a donde traen a los buenos poetas. Si no lo haces, te mandarán al Sánchez Galarraga.”
Al salir del Calixto, Retamar llamó a Eliseo Diego para avisarle de que Lezama estaba ingresado, pero que se trataba de algo sin importancia. Al anochecer, habría vuelto a llamar al enfermo por teléfono: “Me confesó que se sentía mejor, y hasta halló ánimo para bromear conmigo: ‘Cuando creían que había descendido a la mansión del Hades, me encuentran en Guanabacoa, bailando una rumba’”.
Durante todo ese día, Lezama se mantuvo de buen humor. Prats Sariol y su esposa, que también acudieron a la hora de visita, se encontraron “a un Lezama optimista, burlándose de su gordura con la de Santo Tomás, bajo la certeza de que la enfermedad doblaba por la esquina, a perderse. No fue así. Se había desarrollado lo que llaman EPOC (enfermedad pulmonar crónica obstructiva) y su corazón, frágil y apesadumbrado, empezó a emitir mensajes alarmantes.”
Aquí es donde, al parecer, la asistencia médica falló. Los médicos de admisión se tomaron la dolencia a la ligera, y recetaron medicamentos sin calcular que el corazón del asmático crónico podía fallar. No eran, por cierto, los famosos especialistas prometidos que debieron esperar al enfermo al pie de la cama. Moreno del Toro, especialista en Cirugía, tenía la mejor disposición, pero todo parece indicar que no estaba a la altura del caso. Prats Sariol resume su impresión en unas líneas elocuentes: “los pronósticos enrevesados se aciclonaban, sobre todo entre nosotros, los neófitos que oíamos a los médicos discutir variantes clínicas, recetar medicamentos, especular.”
Horas después, a Lezama le sobrevino un paro cardíaco que, según Prats Sariol, el doctor Moreno “decidió tratar en una operación a corazón abierto, darle masajes a ver si el músculo vuelve a trabajar”. No resultó: a las dos de la mañana del lunes 9 de agosto de 1976, José Lezama Lima ya era cadáver.
En opinión del doctor Moreno, las 24 horas perdidas fueron fatales. La culpa, entonces, sería de Lezama, por tozudo oblomovista. Como el doctor conoce todos los detalles del triste asunto, es lógico que no esté de acuerdo con la versión de Bianchi, que al invocar un poético paralelismo biográfico (“Lezama decía que su padre había muerto de una 'tonta' pulmonía. Otra 'tonta' pulmonía se lo llevaría a él también”) pasa por alto que Lezama no murió de pulmonía, sino de un infarto. Todo parece indicar, por cierto, que no hubo autopsia.
Según su hermana Eloísa, que recibió en Miami la noticia del ingreso a las 11 de la mañana del domingo, Lezama no estuvo todo lo bien atendido que debiera:
“En el Calixto García no lo vió ningún especialista pulmonar y los médicos del hospital no llegaron porque era el fin de semana y no había asistencia médica… Mi hermano murió sin asistencia médica especializada. Esa noche después de que falleció, hablé con Cintio, que me dijo: 'Toda Cuba llora, tú estás confundida'. Yo estaba brava porque, ¿cómo es posible que a mi hermano no le hubiesen dado la mejor atención médica? Claro, su salud estaba deteriorada. Él fumaba mucho, mucho. Esa fue en parte la causa de su muerte. Pudo haber vivido mucho más”.
El velorio tuvo lugar en el tercer piso de la funeraria Rivero, en Calzada y K, en el Vedado. Allí estaban según testimonios diversos, Cintio Vitier y Eliseo Diego con sus esposas Fina y Bella, Monseñor Gaztelu, Octavio Smith, Portocarrero... Pasaron esa tarde Alicia Alonso, Raúl Roa y su esposa, Juan David, Ambrosio Fornet, Umberto Peña, Félix Beltrán, Adigio Benítez... También la tropilla de la UNEAC: Ángel Augier, el Indio Naborí, Luis Marré, César López (tengo dudas sobre su asistencia; ¿por que afirmó, entonces, en entrevista con Carlos Espinosa, que "en los últimos años de su vida no lo vi, ni lo visité, ni siquiera hablamos por teléfono"?) y, -según Prats Sariol- los jóvenes "que entonces se nucleaban en torno al mensuario cultural El Caimán Barbudo". Confirmados, además, Reynaldo González y Edmundo Desnoes, el propio Prats Sariol, Chinolope, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes, José Triana y Chantal, Loló de la Torriente, el poeta peruano Winston Orrillo, se dice que hasta Mario Benedetti...
En una simpática nota publicada en la revista Vuelta, "¿Quién es ese Ciro Bianchi y por qué está diciendo esas cosas de mí?", Cabrera Infante asegura que al velorio también asistió Reinaldo Arenas, a quien convierte en “su informante”. Sin embargo, en una carta del 17 de agosto a María Luisa, el propio Arenas dice “estaba por Oriente cuando supe la terrible noticia”. Según la correspondencia aún inédita de Arenas con Jorge y Margarita Camacho, (algunos de cuyos fragmentos tuvieron la gentileza de adelantarme hace años) la última visita que habría hecho Arenas a Lezama en Trocadero 162 fue el 26 de abril de 1976.
Otra descripción del velorio, con interesantes detalles, es la que hace Reynaldo González:
"En el salón, la llegada de muchos que apenas entraban a la capilla ardiente, ajenos como eran a aquella vida y a aquella muerte. Cumplían un rito oficial. Y me recordé en la pequeña morgue de la funeraria, junto a algunos de los mencionados por el cronista, más el escultor Osneldo García y la pintora Antonia Eiriz, todos aterrados, “ayudando” o estorbando el trabajo de Camporino, a quien le habíamos encargado que hiciera su mascarilla y la impronta de sus manos. El cadáver de Lezama amenazaba con cierto grado de descomposición, además de estar mal acomodado en el estrecho féretro. Era preciso hacerle algunas punciones, a escondidas de su viuda, que se negaba. El trabajo de la mascarilla y la mano devenía, pues, un pretexto, pero fue cierto. Aquel señor, Camporino, del cual sólo recuerdo su apellido, le había hecho la mascarilla mortuoria a otro grande de nuestras letras, Rubén Martínez Villena, y por ello lo contrató Umberto Peña. Para él era cuestión de oficio. Para nosotros, mover y tratar el cadáver de un ser muy querido y admirado, algo infrecuente y pavoroso. Quizás para romper nuestro sobrecogimiento, mi torpeza al untar glicerina a las manos del cadáver, consideró oportuno improvisar un chiste: ‘Imagínense si en vez de ser escritor, el muerto fuera atleta, tendríamos que empavesarle las piernas completas’, dijo. José Triana y Antonia Eiriz se abrazaron. Ella, comprendiendo la intención de quien era un simple 'operario', razonó: “El chiste le hubiera gustado al gordo”.
Aquí habría que corregir a Reynaldo en algunos particulares. Según Julio Girona, no fue Camporino sino Gómez Sicre quien se encargó (con la ayuda del propio Girona) de hacer la mascarilla de Villena. La de Lezama, al parecer, sí corrió a cargo de (¿Domenico?) Camporino, escultor de poca monta. Hoy reposa en la Casa Museo "José Lezama Lima", si no se la han robado.
Cintio Vitier tuvo que escribir su oración fúnebre en uno de los salones de Calzada y K, luego que María Luisa se negara en redondo a que el entonces vicepresidente de la UNEAC (Ángel Augier) despidiera oficialmente el duelo. También se ocupó de hacerle la crónica telefónica a Eloísa, angustiada en Miami: “Cintio no hacía más que decirme por teléfono –porque estuvimos hablando toda la noche desde la funeraria-: “están las grandes autoridades, está Fulano y Mengano. Acaba de entrar Perengano”. ¡Y a mí qué me importaba quienes estaban! Mi hermano estaba muerto y me torturaba pensar que ese cerebro tan privilegiado se lo iban a comer los gusanos.”
"Por la madrugada, como suele ocurrir, sólo quedamos unos pocos -cuenta Prats Sariol-, aunque por allí habían pasado desde Alicia Alonso hasta René Portocarrero y Raúl Milián…”. Nuevo error: Portacarrero sí fue, Milián, según el testimonio recogido por Carlos Espinosa en su indispensable Cercanía de Lezama, se quedó en casa, llorando.
Dicen que Chantal Triana hizo unas fotos del entierro que, hasta donde yo sé, nunca se han exhibido. Y Reinaldo Arenas cuenta que el ICAIC filmó el sepelio, pero tampoco se ha visto nunca ese documental.
Días después, Cintio Vitier publicó su oración fúnebre en La Gaceta de Cuba (un texto breve, poco inspirado y para nada heredero -como afirma Prats Sariol en un ataque de sublime comparatística-, de la “oraciones fúnebres de Bossuet”). Iba precedida de una nota donde se aclaraba que “el destacado escritor y poeta cubano (sic) José Lezama Lima [falleció] víctima de una repentina enfermedad, y después de agotarse todos los medios y recursos de la ciencia médica”.
Que Lezama fue condenado al ostracismo después del “caso Padilla” es asunto que muy pocos se atreven ya a discutir, y que yo he podido documentar in extenso. Le grababan las llamadas y confiscaban su correo. Dependía de medicinas que le mandaban amigos y conocidos desde el extranjero. Era un viejo con miedo, al que no dejaban salir de Cuba con María Luisa para que no se quedara. De que pasaba hambre y mil trabajos (a los que Carlos Barral se refirió en deleznable necrológica como “patriótico sacrificio de placeres” durante “los años duros del bloqueo”), hay numerosos testimonios, incluyendo, por supuesto, las tristes cartas a su hermana Eloísa.
La última carta que escribió Lezama fue el 5 de agosto de 1976, a Neus Expresate, la directora de Editorial Era, para decirle que no le entregara el dinero de la edición mexicana de Paradiso a nadie que viniera “en su nombre”.
Con todos estos hechos más que repasados, me resultó bastante desagradable toparme hace unos meses con un artículo de Eliseo Diego en Granma (8 de mayo de 1983), donde las miserias que acompañaron, también, la muerte de Lezama se justifican como “la opción fundamental de su vida”.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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martes, julio 31, 2007

Un año después

Hoy hace un año que apareció Penúltimos días. Les había organizado un baile de cifras para la ocasión, pero el autobombo siempre queda mal, aun con buen pretexto. Además, todo esto empezó como un entretenimiento y debe seguir manteniendo ese espíritu. Se trataba, también, de demostrar que se podía hacer algo serio en Internet sin un gran presupuesto. Para mi sorpresa, el experimento ha tenido éxito.
El formato era (y sigue siendo) sencillo: un servicio constante -aunque selectivo- de enlaces a noticias sobre Cuba y, al mismo tiempo, un espacio donde varias personas dieran su opinión sobre esas noticias u otros temas cubanos ajustándose a las exigencias de la Red. Supongo que los visitantes que entran a PD lo hacen buscando algo que no existe en otra parte. Pero no están dispuestos a pagar por ello. Apenas el 1,7%, por ejemplo, pinchan en los anuncios de Google que aparecen en la página, lo cual, se los confieso, me causa algunos ratos de malhumor.
Porque así lo decidieron los propios lectores, PD es también uno de los escasos blogs cubanos que no modera los comentarios y que trata de fomentar el libre debate y el intercambio de opiniones, dos cosas en las que tenemos un déficit histórico. Yo escojo los posts, no los comentarios. Muchos de éstos, reconozcámoslo, no propician una discusión de altos vuelos. La mitad son divertidos. De vez en cuando hay alguno brillante. Así están las cosas entre nosotros: al menos en la blogosfera, lo que hay es lo que ven.
Me gusta creer que muchos artículos aparecidos este año en PD sólo hubieran podido publicarse aquí. La gran mayoría fueron escritos expresamente para el blog. Son los artículos que a mí me gustaría leer en la prensa. Esa es la apuesta de cualquier editor: crear un estilo. En este caso el reto coincide, además, con la posibilidad de “usar” algo más flexible, dinámico e inmediato que una publicación tradicional. Por supuesto, el mérito es de los colaboradores: tanto quienes empezaron acá y luego prefirieron fundar su propio blog (la lógica inevitable en estos casos), como los que se han mantenido colaborando y aconsejándome a lo largo de un año sin cobrar un centavo. Gracias a ellos este blog acumula ya un buen stock de colaboraciones que dentro de unos años, supongo, servirán para hacer la crónica de una agonía con significado nacional.
Vaya también el crédito en primera plana para esa comunidad incipiente que pasa por aquí todos los días a leernos y dejar opinión, queja o sugerencia. A todos, ¡muchas felicidades!

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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sábado, julio 28, 2007

Oyendo a Irakere

1. Tengo para mí que así como el Coleridge de Borges divide el género humano en platónicos y aristotélicos, los amantes de la música popular cubana (al menos los de mi generación) están escindidos entre quienes prefieren a Irakere por encima de Van Van o viceversa.
La comparación viene al caso, entre otras cosas porque son los dos grupos "históricos" de la música popular cubana -y los reyes indiscutibles de la misma desde 1975 a 1995, por lo menos. La clave del asunto no está, como creen algunos, en que la música de Van Van sea bailable y la de Irakere no, sino en dos formas de entender lo "bailable", con toda la ambigüedad que esa palabra arrastra en un contexto cubano. Digamos que mientras los primeros se dirigían a un público acostumbrado a sonoridades cadenciosas (marcadas por la impronta melódica del gran Formell), los segundos buscaron siempre hacernos bailar con otra cosa.

2. Como escribió una vez Víctor Fowler, Van Van simultaneaba su condición de arbiter bailable con la crónica social. A falta de periódicos serios, se inventó el songo con contenido. Irakere, en cambio, representaba la música en estado puro: todos sus estribillos son semánticamente anodinos. Como nunca importa la letra, es un grupo ideal para abandonarse al baile. ("Baila mi ritmo", por ejemplo, tiene una de las letras más intrascendentes de todo el cancionero nacional: "Camina rico, nena/oye, muévelo/machuca suave, nena/no camine'alante/oye, pero no te me atrases/rico es mi rrrriiiitmo". Pero ese coro femenino iguala todo KC & the Sunshine Band y compite hasta con David Bowie.)









Ahondando en la división, uno puede rastrear dos tipos de influencia: mientras que en los Van Van se nota siempre un toque beat, en Irakere sentimos la influencia dominante del soul. La división entre esos dos ámbitos es un poco artificial, pero en Cuba se verificó con astucia sociológica. Sólo hay que oír este tema para darse cuenta de que Irakere pudo quedarse cómodamente instalado en un descubrimiento: the birth of Cuban funk. Sin embargo, esa fue apenas una de sus múltiples vías.

3. Alguien me dijo una vez que Van Van era para bailar y tomar cerveza a granel, mientras que a Irakere había que descargarle con un vaso de ron en la mano. Es un contrapunteo interesante, versión etílica de Ortiz. Otros opinan que las canciones de Formell son para bailar en pareja, e Irakere para hacerlo solo o en múltiple comparsa. Un tema como "Bacalao con pan", por ejemplo, invita a cierto exhibicionismo que excede la lógica de la pareja. Algo que viene tal vez del guaguancó, baile de lucimiento masculino. (La timba, entonces, sería feminismo en estado puro: versión isleña del matriarcado encarnada por mulatas esteatopigias). Con "Ese atrevimiento" o "Xiomara Mayoral", se consiguió devolver el guaguancó al exigente canon moderno representado por los bailadores de la Tropical. Al coger por ese camino, cifrado en percusión y matizado con la voz aguardientosa de Oscar Valdés, se llegaba más rápido y mejor al espíritu libertario, cimarrón, del jazz.









4. No hay grupo más contagioso que Irakere. En ese sentido, no sólo es la cumbre de lo bailable nuestro -como demostraron los hermanos Santos, recuerda un fan- sino que incluso está más allá del baile, de la misma manera que el jazz, como sabía el gran Thelonius, está un poco más allá de la música. Policromía espectacular, despliegue apabullante de metales, apoteosis de la fusión timbera. En esa interminable carrera dionisíaca que es la música cubana, Irakere es una cima y un más allá, la hipertelia del ritmo popular.

5. La clave paradójica de su leyenda es haberse convertido en banda clásica sin limitar el despliegue de unos músicos de primera, que siempre destacaron como solistas. Es decir, a diferencia de Van Van, que ha sido siempre "el grupo de Formell", Irakere fue la pasarela ideal de algunos de los instrumentistas más notables de la música cubana contemporánea. Desde el núcleo inicial de Paquito D'Rivera, Del Puerto, Varona, Carlos Emilio Morales, Bernardo García, el Niño Alfonso, Averhoff y Oscarito Valdés hasta Sandoval, Enrique Pla, Angá, Jorge Reyes, Germán Velasco, el Tosco en la flauta... A todos esos genios, Chucho siempre les reservó un lugar. (Fíjense que cuando quiso grabar otra cosa, hizo su propio cuarteto sin dejar Irakere).

6. Era como la Pléiade bajo la divisa de los mosqueteros: todos para uno, uno para todos. Inventaban un género con cada canción. ¿Quién, con la milagrosa excepción de Chucho Valdés, sabe qué cosa es un "son batá"? ¿Y qué otro grupo podría tocar las canciones de Irakere? No existen esas versiones porque son musicalmente imposibles. Todos sus temas están compuestos desde una suprema armonía, un perfecto ensamblaje y un límite silvestre de lucimiento personal. Como en Estela va a estallar, joya de la descarga, sin duda la parodia más creativa que se haya hecho del clásico "Stella by starlight". En ese sentido, Irakere es la gran escuela de la música cubana contemporánea, un internado presidido por el encuentro majestuoso entre la sonoridad del jazz y la música afrocubana.
Sobre esto último, corren multitud de leyendas urbanas. Que para entrar en Irakere, había que "rayarse". Que sus tambores batá estaban "trabajados". Que Chucho estaba "dominado" por Oscarito, su padrino de santería. Que gracias a esa conexión, donde Changó cerraba un triángulo místico, el mentor no dejaba que Chucho se pusiera "demasiado culto" y mantenía al grupo "enterrado bajo la ceiba".
Van Van, en cambio, no era un grupo "afrocubano". Tendía más bien hacia la mulatez, e incluso hacia el blanqueamiento. Tenía otro look. En cambio, Irakere siempre presumió de su estilo afro, desde el nombre (que en yoruba quiere decir "vegetación", como me informa de inmediato la Wikipedia) hasta aquellos batilongos estampados que sus integrantes pasearon por medio mundo hasta que alguien les informó que esa moda había caducado.

7. Última partición: oír a los Van Van siempre me pone nostálgico. A Irakere lo escucho sin nostalgia, por lo menos una vez al mes. A mi hijo de seis años le encanta, lo pone de buen humor. Tengo casi todos sus discos y algunos videos. El otro día me encontré uno en YouTube, de cuando la banda cumplió 20 años. Es durante una gira por Japón, Nippon Express, una deriva, supongo, del mítico Newport Jazz Festival: viendo bailar a los nipones con "Explosion", mezcla de funk, bop y mambo, que luego se incluye en el disco Yemayá (1999), volví a pensar en la magia de Irakere. Chucho está en una vena juguetona que propicia buenos solos. En los otros músicos se nota la laxitud de un viajecito hecho para ganarse unos pesos. Pero poco a poco se animan, el oficio se impone y se la pasan genial con la improvisación. Y yo también. Que lo disfruten.


Ernesto Hernández Busto
Barcelona

PD: Dos temas en MP3 FlashPlayer, por cortesía de Mauricio Pimienta. Pero en un rato...

PD2: Comentario (y regalos) de La Patria Falsa...

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lunes, julio 16, 2007

Del exilio histórico

Gloria Leal entonaba hace unos días en El Nuevo Herald lo que parece ser el canto de cisne del primer exilio cubano. Su argumento podría resumirse en estos dos párrafos:

El llamado exilio histórico se adjudica el derecho de ser el más puro y con mayor derecho por encima de todos los demás exilios. ¿Por qué, con qué derecho? ¿Por derecho de antigüedad? ¿Por ser el más prolongado? ¿O por ser los únicos que han luchado y que reclaman mártires, o porque nos hemos mantenido fieles al principio de no volver a Cuba mientras esté Castro? ¿O porque hemos gritado al mundo la falta de libertad, petrificados en los mismos cimientos, raíces, ideales?
Lo único que debería separar al exilio histórico del resto de los cubanos que llegan a estas playas a diario es que fuimos los únicos que conocimos y vivimos en una Cuba totalmente diferente a lo que Cuba sería después de 1959, 10, 20 años después y hasta ahora.

Muchos de los cubanos que salimos de Cuba después del Mariel tenemos, en efecto, reacciones políticas diferentes a las de quienes salieron antes. Y no es sólo la política: a veces el Exilio parece, como ha dicho Emilio Ichikawa, un país diferente de aquel que dejamos atrás. Pero me gustaría dar aquí una opinión que va a contracorriente de ese supuesto desencuentro generacional: sospecho que aún tenemos mucho que aprender de eso que, con tono irónico, llamamos "el exilio histórico".
Es en Miami donde están los restos de una cultura casi extinguida, que mi generación sólo conoce por referencias. Y es también en Miami, y entre el exilio histórico, donde se exhibe la mejor lección de supervivencia que los cubanos pueden mostrar al mundo. Muchos han envejecido o han muerto, pero allí llegaron innumerables exiliados que ostentaron posiciones destacadas en Cuba (en las artes, en la política, en la educación...) y luego tuvieron que recoger tomates, repartir periódicos, trabajar como camareros en cafeterías y centros nocturnos, o en fábricas que nunca cerraban. Cuando se insiste en repetir el comodín de la "intransigencia del exilio histórico" se deja a un lado a todos aquellos que con entereza poco común lograron rehacer sus vidas desde cero, aunque muchos ya nunca alcanzaran, porque el tiempo iba en la dirección contraria, la estabilidad y la holgura económica que tenían en Cuba.
El poeta Orlando González Esteva me recordaba hace poco varios de esos nombres, detrás de los cuales hay historias edificantes. La de Zoraida Marrero, por ejemplo, una de las figuras cumbre de la canción lírica cubana, que vendía cigarros y fósforos (con una cajita colgada al cuello) en un centro nocturno de Miami, y luego soltaba la cajita y como si fuera otra persona subía al escenario a cantar un par de canciones. En Cuba había protagonizado las principales zarzuelas de Lecuona e interpretado una Cecilia Valdés fuera de serie.
Ejemplos hay muchos: Lydia Cabrera, Labrador Ruiz, Juan J. Remos... Ejemplos de senadores que repartieron periódicos también hay. Y todavía nos preguntamos si toda esa gente tiene derecho a reclamar algún privilegio moral. No cabe duda de que le sobran razones para ello. Sin embargo, no creo que lo hayan hecho nunca. Son los verdaderos olvidados del exilio cubano, y su única intransigencia es el culto a los propios recuerdos.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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viernes, julio 06, 2007

Un discurso de Jorge Mañach

Rebuscando entre la papelería de Eugenio Florit en la biblioteca "Otto G. Richter" de la Universidad de Miami, me encontré hace unos meses este discurso que escribió Jorge Mañach para un homenaje organizado por el Ateneo Cubano de Nueva York, en enero de 1960. Todo parece indicar que se trata de un texto inédito. Mañach no pudo viajar a Nueva York, y desconozco si finalmente su discurso fue leído por Florit en el Ateneo, un lugar que, a juzgar por algunos testimonios, no estaba a salvo de turbulencias ideológicas.
Se trata de un texto curioso por varias razones. En primer lugar, porque demuestra cómo hasta el último momento el más lúcido de nuestros liberales creyó que la Revolución de 1959 representaba una promesa legítima de justicia social. Unos meses después, como se sabe, sus ilusiones se desvanecieron: el 10 de julio publica en Bohemia su artículo "La Universidad y la Revolución"; en septiembre es jubilado forzosamente de su cátedra universitaria, y en noviembre se exilia en Río Piedras, Puerto Rico, donde morirá siete meses después, el 25 de junio de 1961.
Hasta qué punto fue Mañach un intelectual representativo de la República es tema que admite poca discusión. Pero también es cierto que cuando la naciente Revolución inicia eso que Rafael Rojas ha llamado "el desmontaje intelectual de la República", un Mañach demasiado ingenuo cae en la tentación de celebrar el desplome de la matrona que lo ha engendrado y justifica la debacle revolucionaria como "una suerte de impaciencia hacia lo particular, menguado e incompleto; una prisa... no ya metafísica sino histórica".
Con retórica de tribuno, Mañach le cuenta a los exiliados cómo un siglo antes, Martí, poeta en acción, consiguió disipar un estado de ánimo reformista, mesurado, prosaico, para infundir voluntad poética a la nostalgia pura de los exiliados. Y tras esa gigantomaquia metafísica de la Poesía contra la Prosa desemboca, por fuerza, en la revolución de Fidel Castro, cuyo "ángel" ya había celebrado en un artículo del Diario de la Marina, y cuya misión vuelve a ser evocada en este discurso con un entusiasmo paradójico en un verdadero liberal. No se dejen influir -dice- por la "mala prensa" que tiene la Revolución en Estados Unidos. Hay errores, pero todo se irá "podando y ajustando". Mañach intenta convencer a los escépticos de que la de Cuba es una revolución democrática, inspirada en el ejemplo martiano. Y nadie mejor que él para llevar a cabo ese peligroso ejercicio de legitimación intelectual, con el que la Revolución engañó a medio mundo. Fidel lo sabía. Tal vez por eso -como consta en una de las cartas que la viuda de Mañach escribió a Florit, y que puede consultarse también en la citada papelería que custodia la Cuban Heritage Collection- llegó a proponerle a Mañach enviar un avión a buscarlo a Puerto Rico.
Casi cinco décadas después, tenemos bastantes elementos para reflexionar sobre las verdaderas consecuencias de ese romántico "impulso creador" que Mañach atribuyó a la Revolución y a su carismático líder. Sin embargo, es imposible no emparentar la gran apuesta de este discurso suyo en favor de un fecundo espíritu poético que consiguiera catalizar la pasión sublimada de los emigrados, con los célebres avatares de la teleología insular de su antiguo contendiente en la arena intelectual, José Lezama Lima, quien ese mismo año de 1960 (¡y ese mismo mes: enero!) afirmaba: "La Revolución cubana significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados".
Léase con atención este resumen de la "circunstancia martiana":
El país estaba fatigado de una ardua lucha de diez años, colmada de heroísmos pero frustrada en sus designios políticos absolutos, victoriosa sólo en la abolición de la esclavitud y en la conquista de ciertos derechos de organización cívica y política. Esa fatiga, esa frustración parcial, determinó el que, durante dos décadas más, el separatismo quedase como en suspenso o, por lo menos, desprovisto de ímpetu revolucionario, y que las nuevas consignas cubanas se desplegasen principalmente bajo un signo evolucionista. Así pensaban casi todos los oradores y los prosadores de aquel momento histórico. No eran menos cubanos por eso; sencillamente tenían una diferente mentalidad. Ante ella se abultaba decisivamente el hecho inmediato; la posibilidad concreta, la perspectiva próxima. No idealizaban el hecho cubano: lo tomaban en su nuda y más aparente realidad y consideraban temerario todo lo que fuese el salto histórico, es decir, la Revolución. Para mí, lo más grande de Martí acaso fue su aptitud para superar aquel estado de ánimo.
Quién lo iba a decir: ¡Mañach contándonos la historia del potens! ¡Mañach apostando por la poesía encarnada en la historia, por el "entusiasmo convertido en sacrificio", en detrimento de una prosa que "atiende a los hechos y a las significaciones", que aunque también contempla ideales "suele hacerlo en función de los hechos mismos y de su análisis"! Se sobrecoge uno ante ese momento en que la Revolución está a punto de convencer al intelectual liberal y "prosador" de que apueste contra sí mismo para renacer con la apariencia de su opuesto, el poeta. Hay aquí toda una historia de pasiones reprimidas y ocultas que sale a la luz en un exabrupto retórico. ¿O tal vez a esas alturas a Mañach ya se le hacía fatigoso ser Mañach, el liberal idéntico a sí mismo, y por eso no le fue difícil cambiar "cierta mesura y discreción que es lo que, en términos políticos, solemos llamar el espíritu moderado" por las dudosas virtudes del romanticismo revolucionario?
La otra gran pregunta que deja pendiente el discurso del Ateneo es hasta qué punto detrás del experimento del Dr. Castro, a todas luces fracasado, no está también el romanticismo revolucionario de José Martí. ¿Por qué poner en duda la autorizada opinión de un liberal martiano, que en este discurso quiere mostrarnos la profunda filiación romántica de la Revolución? A lo mejor Mañach tenía razón. Tal vez ese martiano "poner de moda la virtud" fue el umbral de todas las inquisiciones y debacles que siguieron, y de las que hoy solemos lamentarnos con esa mezcla de escepticismo, desencanto y amargura que casi define la condición de nuestro exilio.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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martes, julio 03, 2007

Foxá en La Habana con aire acondicionado

Anteayer pagué, gustoso, los 18 euros que cuesta una reciente edición de los Artículos selectos de Agustín de Foxá. Me tentó ver que el tomo incluía algunos rastros del paso por Cuba de Don Agustín, entre 1950 y 1955. Famoso por aparecer como personaje en la novela Kaputt, de Curzio Malaparte, Foxá también trabajó algunos años como secretario de la Embajada española en la Habana, donde se bromeaba diciendo que la única misión de aquel diplomático gourmet era recorrer los mejores restaurantes de la capital. Acuñador de frases célebres como aquello de “irse de curas” o “menuda patada le van a pegar a Franco en nuestro culo”, Foxá siguió repitiendo en La Habana los mismos chistes que había hecho en Madrid y en medio mundo. Sin embargo, parece que su cuerpo no aguantó los excesos del viajante. “El trópico lo mató” —dice Mañach. Algo parecido opina Ernesto Giménez Caballero en sus Memorias de un dictador, donde le echa la culpa a los dones de la isla (tabaco, ron, mujeres, comidas pantagruélicas...) del infarto que acabó con el conde en 1959, annus terribilis.
En Diario di uno straniero a Parigi (1966), Malaparte afirmaba que Foxá era tan buen conversador como mal escritor. Pero la figura del cronista concilia a veces esos dos extremos aparentemente irreconciliables. Las cuatro crónicas habaneras que Foxá publicó en ABC son una conversación fascinada y deliciosa: la isla es el paraíso del bon vivant, un lugar de disfrute constante. Para un conservador español, además (capaz de apuntar con orgullo que "algo queda en La Habana del Madrid antiguo y de la Regencia; esos señores con sombrero de paja, como en las antiguas corridas de 'Joselito', figuras de Méndez Bringa. Y el liberalismo de los periódicos y tertulias"), lo más asombroso de La Habana no son las frutas esplendorosas de la cafetería "Miami", ni el lujo supremo de "ver venir a los barcos" desde el Malecón, sino el descubrimiento de un mundo que ya no es colonial, que se ha modernizado y "yanquizado", igual que las criollas habaneras, entre el Country Club y el cine de los fines de semana. Esa "Cuba sabrosa" del madrileño Foxá es también la de muchos turistas de hoy: encarnación del incesto. "Si las otras repúblicas americanas fueron las hijas —se queja nuestro conde—, tú fuistes la novia de España. Y cuando por ley biológica te fuiste, la matrona Iberia —la de las monedas, los sellos, la Gaceta y las escuelas, del siglo pasado, con su alto busto, su corona mural, su león y su balanza— lloró más que por todo el resto de su antiguo poderío".
Lo que más me ha llamado la atención del libro es "El trópico domesticado", las páginas que Foxá dedica a la irrupción del aire acondicionado en la Habana de 1951. Ahí se las dejo en PDF, como un ejemplo de ciudad moderna del trópico vista por un caballero español. Más de cincuenta años después, tal vez los españoles sigan viendo Cuba con esos mismos ojos.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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viernes, junio 15, 2007

Cuarto chino en la Condesa

Yo lo llamaba el "cuarto chino", aunque no hubiera lacas, sedas ni caligrafías colgantes. Estaba en un horrible edificio gris, cuyos balcones interiores corrían inminente riesgo de derrumbe, y en aquel barrio que después, obedeciendo al incomprensible movimiento pendular de la revalorización inmobiliaria, se convirtió en uno de los más caros de la ciudad. Para entonces, por supuesto, yo no vivía ahí.
El decorado eran varias columnas de libros que entorpecían el acceso al único mueble digno de ese nombre: una cama, incluida en el precio del alquiler. Tan austera escenografía iba acompañada de una disposición meditabunda: mi vida cambiaría, me recluiría varios meses en aquella celda para escribir un libro indispensable. Un estado de ánimo que convertía la autodisciplina en variante del masoquismo contribuía al encierro, sólo interrumpido por esporádicas comidas en una fonda (china), justo enfrente de mi zulo.
No la pasaba bien. Sentía miedo, un miedo inmotivado, esa dosis de angustia que imaginamos como preludio de la insania definitiva. El único antídoto eficaz contra esa sensación era, como cualquier antídoto, una pequeña dosis de la misma sustancia irracional que la causaba. Solía consumirla en dosis adulteradas: días completos sin salir de la cama, alcohol barato, masturbación furiosa. Pero había otra variante que siempre conseguía procurarme cierto alivio: el baile, una frenética sesión de baile. Sólo se baila así (como derviche giróvago, brazos como molinetes, saltos en un sólo pie, contorsiones y desnucamientos ficticios) cuando uno está completamente a solas. (Qué sorpresa al tropezarme, años después, con esa escena del Herzog de Bellow en la que el protagonista, sumido en una profunda depresión después que su mujer lo ha abandonado por su mejor amigo, cede al impulso de bailar una danza polaca que brota de la radio hasta que el sudor le obliga a detenerse. “Una de las rarezas de la soledad –concluye el narrador– es ponerse a bailar y a cantar de pronto y a hacer cosas por el estilo”).
En aquellas sesiones íntimas las ideas adoptaban apariencias iridiscentes antes de desaparecer en el abismo de lo banal y los más dolorosos recuerdos se diluían más tarde, ya durante el sueño, en una imagen recurrente: llovizna en un jardín y, en el centro, una mesa redonda de piedra; la extraña simetría de las gotas cayendo en los bordes como el tamborileo de unos comensales invisibles.
Yo trabajaba de ayudante de barman en un restaurante cercano. Lo más incómodo de aquel lugar era el horario: se entraba a las dos de la tarde y salíamos a las tres o las cuatro de la madrugada. Había un solo día libre a la semana por lo que el resto del tiempo era imperativo dormir, llegar al "cuarto chino" y hundirme en sueños densos, sudorosos, donde reaparecía siempre aquella barra jalonada de rostros indiferentes.
El dueño del restaurante era un cincuentón despótico cuyo elegante ropero apenas disimulaba su alma de rufián. Estaba orgulloso de su mujer -polaca, creo-, y se pavoneaba con ella como un colegial presuntuoso. Su local era el lado visible de un iceberg concebido, estoy seguro, para lavar dinero. Anexa había una galería con muebles de diseño, feudo de la eslava sonriente que se movía, lánguida, entre reflejos de acero pulido, mientras sonaba, de fondo y en sucesivas oleadas, una melodía de piano a la que mucho después pude ponerle nombre: Willow weep for me. A veces me dedicaba una sonrisa cortés con la que yo hubiera podido fantasear, inventar una huida, suponer su incomodidad con ese mundo de animal enjoyado. Pero enseguida aparecía su cancerbero para sentarla cada noche junto a una cohorte de amigos ruidosos en la mejor mesa del restaurante. Desde el bar los oía chapurrear en inglés, reírse con carcajadas estentóreas y pasar de la sonrisa a la mueca cuando pedían algo, como si les estorbara tener que dirigirse a sus empleados por medios ajenos a la telepatía.
Un día, después de una sesión de baile nocturno, me quedé dormido y ya no pude salir del "cuarto chino". Perdí mi absurdo trabajo en el bar, empecé a no dejarme llevar por las cosas y me puse a escribir, como en un raptus, una historia gratuita, la única que nos salva del miedo a lo desconocido.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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domingo, mayo 20, 2007

Lezama entra en política (La Habana, 1930)

El 30 de septiembre de 1930 Lezama no llegó a almorzar a su casa y el fino olfato de su madre presintió el peligro. Apostada en la ventana junto a Eloísa, se dedicó a vigilar los tranvías que cubrían la ruta Vedado-Muelle de Luz mientras imaginaba lo peor. “Dos mujeres solas en la ventana -cuenta la hermana-, estampa viva de la orfandad, vigilaban pensando que así atraían al hijo perdido”.
Un vecino les informó que cerca de la Universidad había una algarada: al parecer los universitarios se dirigía al Palacio Presidencial. La madre palideció. Sus peores premoniciones parecían estar a punto de cumplirse. “Estoy segura de que él está allí”, dijo. “Irá a parar a la cárcel porque no tiene un padre que lo defienda”. Para Eloísa, sin embargo, imaginar a su hermano metido en política significaba razón para admirarlo: “el asma y su devoción por las cuestiones estéticas, me lo remedaban débil, pusilánime”. (El episodio insinúa el tironeo de toda la adolescencia lezamiana, prisionera entre dos mujeres: la madre que lo sobreprotege y la hermana pequeña, que lo quiere a la altura de un héroe de novela romántica).
Al fin llegó Lezama, con su traje de hilo crudo empapado en sudor. Era tan obvia su participación en la refriega que esa noche la madre no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente, lo reconoció en una foto que publicaban los periódicos. La casa retumbó con las admoniciones maternas, centradas en el tema de la orfandad: “Si José María viviera todo sería distinto, pero en estas condiciones no nos podemos dar esos lujos”.
Lezama se vistió en silencio y acudió al velatorio de Trejo mientras su madre era presa de la desazón. Esa misma noche, el joven tuvo un fuerte ataque de asma. Ese momento fundamental en que el adolescente entra en la madurez será recreado en Paradiso, cuando José Cemí, después de la manifestación, se duerme envuelto en los vapores benéficos de sus polvos de asmático. Igual que Cemí, la presencia de Lezama en la protesta marca su primera incursión a un territorio al que no llega la mano paterna (sustituída ahora por la mano amiga de Fronesis), pero fuera también de la asfixiante preocupación materna. Ese territorio no es otro que la política. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la novela, donde Rialta va hilando cuentas de su rosario para conceder sin violencia el paso a la adultez a través de una exhortación délfica (“No rehuses la violencia, pero intenta siempre lo más difícil”), la madre de Lezama sí que intentará recluir a su hijo en la inexpugnable fortaleza familiar.
Las preocupaciones de Rosa Lima no eran del todo infundadas. En septiembre de 1930 Lezama se codea en la Asociación de Estudiantes de Derecho con muchos integrantes de lo que luego se llamará “la generación del 30”. En el local de la Asociación, desgarrada por la lucha entre reformistas y comunistas, tuvieron lugar algunas reuniones conspiratorias a las que con seguridad asistió Lezama. Según otros testimonios, habría participado incluso en los preparativos de la manifestación en la finca de Polo Miranda, cerca de Santa María del Rosario, en las afueras de la ciudad. Los estudiantes lo planearon todo, inclusive una “comisión de gritos”, lidereada por Armando Feíto, quien se apareció en la manifestación con un claxon desvencijado que, según la barroca descripción de Lezama, “pronunciaba con gran escándalo sus interjecciones como la garganta estremecida de un maniático causando un noble efecto sobre aquella reyerta”.
El motivo de la protesta era la maniobra política del rector interino, Ricardo Martínez Prieto que, para evitar disturbios, pretendía suspender las clases universitarias hasta después de las elecciones. El plan original, trazado por el Directorio Estudiantil, preveía convocar una asamblea en el Patio de los Laureles en protesta contra la resolución del rector y exigir allí mismo la inmediata renuncia de Machado. Luego se leería un manifiesto al pueblo de Cuba (redactado por el comunista Raúl Roa) y la manifestación en masa se dirigiría a la casa de Enrique José Varona, repitiendo, en el homenaje a la figura más prestigiosa de la oposición intelectual al gobierno, el trayecto de la manifestación universitaria del 20 de marzo de 1927.
El día anterior, 29 de septiembre, uno de los estudiantes más respetados de la facción moderada, Rafael Trejo, había tratado de acallar los desacuerdos de la caótica asamblea de la Asociación con una frase que luego se reveló premonitoria: “¡Aquí hace falta una víctima!”.
Advertido de las maniobras estudiantiles, el rector avisó a la policía, que rodeó inmediatamente el Alma Mater. El día 30 todas las avenidas y accesos a la universidad amanecieron tomados por los soldados y la policía montada. Al mando, uno de los más enérgicos represores de Machado: Antonio B. Ainciart. El Directorio, entonces, cambió de plan: en vez de reunirse en el Patio de los Laureles para ir desde allí a la casa de Varona, los estudiantes deberían concentrarse en un lugar cercano, el parque Eloy Alfaro, y marchar después hasta el Palacio Presidencial. Al sitio llegaron apenas un centenar de estudiantes. Se improvisó un mitin. Al grito de “¡Muera Machado! ¡Abajo la tiranía!” Feíto desplegó una bandera cubana y los estudiantes intentaron avanzar. En ese momento la policía ordenó la carga, que fue enfrentada a pedradas. Entre porrazos y tiros, cayó Trejo, con un tiro en el vientre. Otros estudiantes fueron golpeados o detenidos. El resto se dispersó y un pequeño grupo logró llegar a la redacción del periódico El País donde tuvieron que enfrentar las acusaciones de “revoltosos” y “rojos”. Sin embargo, la muerte de Trejo, que no era comunista, se convirtió en el detonante de la protesta nacional que pondría fin al machadato.
Lezama había conocido a Trejo en la Facultad, aunque éste cursaba cuarto año y Lezama el primero. Otro condiscípulo, Eduardo Robreño, recuerda que el día que Lezama y él subieron por primera vez la escalinata universitaria se le acercaron cuatro curtidos estudiantes: Trejo, conocido entonces como un excelente jugador de ping pong; José Miguel Lamy y Raúl Roa, fervientes agitadores, y Carlos Prío Socarrás, que años después llegará nada menos que a presidente de la república. “Nos pidieron nuestro apoyo para su grupo, el más radical de la universidad entonces, que estaba abiertamente en contra del gobierno tiránico de Gerardo Machado. Y fue así que nos iniciamos en tánganas, actos, manifestaciones políticas”.
El tono grave y responsable de Trejo impresionó más a Lezama que las proclamas y los encendidos discursos de Roa. (Fue justamente Roa quien, años después, convertido en Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno revolucionario, desempolvó las credenciales revoltosas del poeta hermético. Su alusión a un Lezama “jadeante y resuelto” en la manifestación del 30 de septiembre sirvió para convertir al escritor en un revolucionario demasiado asmático para acompañarlos hasta el final de la gesta). Con una mezcla de orgullo e ironía, Lezama gustaba de evocar aquel antecedente suyo como “hombre de acción”, aquella escapada del mundo maternal: en 1959, invitado a una lectura en la Universidad, empezó diciendo: “Ningún honor yo prefiero al que me gané en la mañana del 30 de septiembre de 1930”.
Con esa frase y sus ecos históricos, Lezama se distingue de otros miembros de Orígenes, obligados a arrastrar su complejo de culpa en los primeros años de la Revolución. La revuelta del 30 había tenido como objetivo expresar la inconformidad de los estudiantes, no sólo ante el desastre universitario sino ante la corrupción machadista. Sin embargo, como confiesa Lezama a una periodista en 1970, aquel suceso no tuvo la repercusión que hoy le atribuye la historiografía oficial. “Yo recuerdo que cuando nosotros desfilábamos le decíamos a la gente que estaba en los ómnibus y en los balcones que se sumaran y ninguno veía a acompañarnos”. Después de esa precisión microhistórica, Lezama, tal vez por prudencia, suelta varias frases de contrapeso y termina con una rotunda apología del sacrificio revolucionario: “Con la muerte de Rafael Trejo se llegó a la profundidad histórica; por primera vez en la historia de la cultura cubana se intentaba lo imposible: a través del sacrificio, de la muerte ir a una forma de poder”.
El hecho de que Lezama utilice la palabra “cultura” en vez de “política”, más apropiada para hablar del intento por tomar el poder, resalta el tono simbólico de estas tesis sobre la conjunción de historia, imagen y sacrificio y coloca a la Generación del 30 como el primer capítulo de la revolución de 1959.
La idea del sacrificio fundador está presente en todos los textos “políticos” de Lezama: como en el mito, una víctima propiciatoria permite saltar sobre el vacío o la indiferencia de las circunstancias. Sin sangre no hay "posibilidad infinita". De la misma manera que la muerte de Trejo le da sentido a su generación, el asalto de Fidel Castro y sus seguidores a “la fortaleza maldita” (el cuartel Moncada) es la suma de “imagen y posibilidad” que preludia la Revolución. En otra entrevista Lezama también se refiere al 30 de septiembre como “el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano”.
La realidad es que, a pesar del sacrificio de Trejo y de otros revolucionarios, la farsa que siguió a la caída de Machado impidió un cambio radical en la vida cubana. Esa frustración marcó profundamente a Lezama, que se refugió en la casa materna y no quiso saber nada más de política hasta 1959 cuando, entusiasmado por la revolución triunfante, “reactivó” su interpretación del sacrificio como motor de la historia. Entrar de nuevo en política era como una manera en clave de rebelarse contra el peso de la autoridad materna.
En 1934, al reiniciarse los cursos universitarios, Robreño fue a buscarlo para que ingresara en el Partido Auténtico de Grau. Pero Lezama se negó rotundamente a volver a “meterse en política” y llegó incluso a calificar a Robreño de politiquero. Su hermana Eloísa cuenta que por esa época oyó comentar a Lezama su gran desilusión porque algunos miembros del Comité Estudiantil comían opíparamente en restaurantes de lujo de La Habana con el dinero recaudado para sus acciones de protesta.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

PD: Rosa Ileana Boudet ha colgado la foto que faltó aquí.

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sábado, mayo 12, 2007

Ernesto Hernández Busto (Barcelona)

De la pirámide que mostré aquí el otro día, pueden descontarse varios libros: Los hechizados de Gombrowicz (que en efecto, tal y como me advirtió un comentarista espontáneo, no es de sus mejores novelas); La cárcel, noveleta de Pavese que me ha encantado, y Rex, la última novela de José Manuel Prieto, por la que he conseguido avanzar, al principio como entre la niebla, en la mitad con entusiasmo, y al final con mueca de disgusto. Una buena novela, aunque la mejor de su trilogía ruso-cubana sigue siendo Livadia.
Liquidados también dos libros póstumos de la Sontag, en traducciones españolas que reseño, con escaso entusiasmo, en el último número de Letras Libres.
Incorporados a la cúspide de la pila, en cambio, un ladrillo: las 1989 páginas de la traducción española de la Vida de Samuel Johnson de Boswell que acaba de editar Acantilado (¿me las leeré alguna vez?) y El misterioso caso alemán, ensayo de Rosa Sala Rose, alemana que vive en Barcelona, editado por Alba. Ambos son regalos, últimamente no me alcanza la plata para comprar libros.

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jueves, mayo 03, 2007

Sin embargo

Alguien debería preparar una especie de test político ante el caso cubano, una brújula como la que hace unos meses pudimos consultar en el blog de Arcadi Espada. Para esa hipotética cuadrícula, la pregunta sobre el embargo económico ("bloqueo" lo llaman otros, y tal distinción lexicográfica es ya indicador de signo ideológico) puntuaría de manera decisiva.
En su entrada de ayer de El tono de la voz, Jorge Ferrer hace algunas afirmaciones sobre el tema del embargo que me parecen francamente desatinadas. Prefiero, por lo tanto, comentarlas en detalle.
Dice Ferrer:

"De las muchas razones que se puedan esgrimir a favor de que se mantenga el embargo hacia Cuba, he defendido siempre una sola, a saber, que se trata de una cuestión moral."

No creo que el mantenimiento del embargo sea una cuestión moral: es una cuestión política. Incluso me atrevería a decir que es la cuestión política, la más saturada de Realpolitik que podemos encontrar en la historia de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.

"No se me oculta que singularizar así a Cuba, alimenta su afán de excepcionalidad, contribuye a sostener los discursos del nacionalismo cubano, un ángulo desde el cual el embargo no sólo no es útil, sino que es pernicioso."

Sin duda, la idea de "plaza asediada" ha contribuido a afianzar el nacionalismo cubano. Pero si no existiera el embargo, Cuba lo habría inventado. Es decir, nuestro país no sostiene su nacionalismo en un puntal único. El nacionalismo cubano y su patológico anti-norteamericanismo (esa curiosa mezcla de atracción y odio) tienen raíces históricas más profundas y anteriores a 1962. En cualquier caso, sería un error colocarnos en el ángulo de "el-provecho-propagandístico que-Cuba-ha-sacado-del-asunto". El camaleónico discurso ideológico de la Revolución cubana no debe ser tomado en cuenta para decidir en una cuestión política medular.

"En tanto medida de presión económica, el embargo sólo ha conseguido generar más miseria y más represión para los cubanos que residen en Cuba. Una miseria que muchos pensaron conllevaría, a la larga, una rebelión que podría acabar con Castro I, sin esperar a que la enfermedad o la muerte lo obligaran a abandonar el poder. A casi medio siglo de instaurado el embargo, no se ha producido tal levantamiento. Ese cálculo fue erróneo."

Este es, a mi juicio, el peor momento de la argumentación de Ferrer. El embargo económico no tiene la menor responsabilidad en la miseria y la represión que padecen los cubanos. Asumir esa coartada es suscribir uno de los dogmas más manoseados de la propaganda cubana. ¿Podría Ferrer garantizar lo contrario, es decir, que sin el embargo los cubanos tendrían menos miseria y represión? Las razones que han llevado a mantener el embargo tampoco tienen nada que ver con el intento de alentar una rebelión en Cuba (algo que a Estados Unidos no le conviene en lo absoluto), sino con el muy pragmático propósito de negarle a Cuba el mercado que le daría oxígeno para 40 años más de miseria y represión. Es fácil decir que el embargo ha fracasado, o verlo como "una cuestión moral", porque el panorama que examinamos hoy no tiene envés visible. Cuba es un régimen excepcional, al que deben aplicarse medidas excepcionales.

"En términos políticos, el embargo se proponía aislar al Gobierno cubano, en tanto marcado por esa excepción impuesta por la primera democracia del planeta. También en ello ha fracasado. No hay documento final de cónclave en el que participe Cuba que no recoja una condena al embargo. Las votaciones al respecto en Naciones Unidas “aíslan” a EE.UU., no al gobierno castrista."

En efecto, Estados Unidos no ha conseguido imponer los argumentos del embargo ante la opinión pública: pero no creo que eso importe demasiado. La ONU ya no es una institución tan respetable, y el Movimiento de los Países No Alineados tampoco. En cuanto a la Unión Europea, al final ha acabado sacando gran provecho económico del embargo, así que es una opinión despreciable, en el sentido matemático del término.

"La única razón, pues, para mantener una política del todo ineficaz sería la perspectiva moral. Es decir, hacer patente que la democracia norteamericana no acepta como interlocutor y parigual a un gobierno despótico. Apenas un gesto. Ese que traza una línea divisoria. He ahí la perspectiva desde la que he defendido se mantenga el embargo, a pesar de su palmaria ineficacia".

No se hace la política -mucho menos la norteamericana- con razones morales. La perspectiva moral se la agregamos nosotros, los cubanos del exilio. Como cubano del exilio, estoy de acuerdo con Ferrer en que el mantenimiento del embargo traza una línea divisoria; es, por así decirlo, una cuestión de principios. Pero para EE. UU. no es así. Durante años el exilio cubano en ese país ha tratado de convencer al gobierno y a la opinión pública norteamericana de que tomara los principios en cuenta. Y ha fracasado. Hoy Cuba no es una cuestión de principios para EE. UU. Y tan no es así, que hay muchos grupos que cabildean en el Congreso para derogar el embargo, y otros tantos que lo burlan ya de manera flagrante, y unos terceros que lo consideran una antigualla obligatoria. Si el embargo se ha mantenido durante varias presidencias, tanto demócratas como conservadoras, es porque su desaparición sería justamente el comienzo del fracaso de la Realpolitik hacia Cuba.

"Pero, ay, ¿por qué no a China, a Guinea Ecuatorial, a Arabia Saudí? ¿Cómo validar en términos morales un gesto que se aplica a Cuba, pero no a satrapías parejas?"

La respuesta es, ay, muy sencilla. Por pragmatismo. Es decir, todos esos países encontrarían buenos mercados a su alcance, mercados de los que no dependería su supervivencia económica. Cuba no. Cuba ha tenido que aliarse a la Unión Soviética, primero, y a Venezuela ahora para paliar su desastrosa gestión económica. Y uno de los méritos del embargo es haber dejado en evidencia la política económica de la Revolución.

"Habrá que repensar la permanencia del embargo, a la luz de una incipiente transición hacia lo que sea en Cuba. Conseguir que lo que fue mero gesto moral durante tantos años, sea también herramienta de negociación política. Que sirva, por fin, de algo más que de evidencia de que la Realpolitik ha devaluado la moral."

Sin duda, hay que repensar el embargo en el contexto de una transición -que aún no ha llegado. Y sin duda debe usarse como instrumento de negociación política. Pero si todavía Estados Unidos está en condiciones de negociar con ese tema (y esas condiciones están expuestas con pasmosa claridad en el artículo del congresista Diaz-Balart que Ferrer reproduce) no es porque "los principios" lo hayan sostenido tanto tiempo, sino porque el embargo sigue siendo una pieza clave en el futuro económico de Cuba. Si fuera exclusivamente un asunto moral, se resolvería a nivel simbólico. Y la apertura económica de Cuba y sus relaciones comerciales con Estados Unidos no son un asunto simbólico. Es decir, basta ver las cifras del comercio actual entre ambos países para darse cuenta de que el embargo es, precisamente, la piedra angular de la Realpolitik americana con respecto a Cuba.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

PD: La opinión de Alejandro Armengol.

PD2: La opinión de Alfredo Triff.

PD3: La opinión de Jorge Luis Camacho:

Hace muchos años pensaba que el embargo era una política correcta. Los que se lo oponían, pensaba, “oxigenaban” al castrismo. Más aun, creía que como antes sucedió con Sudáfrica, el embargo era la única política que merecía una dictadura como la de Fidel Castro. Hoy, tal vez por los años y la experiencia, pienso diferente. Para decirlo en pocas palabras, creo que el embargo es una política errada, falaz e inhumana. Y me explico. Errada porque ha conseguido convertir en víctima al victimario, y porque si su objetivo era hacer estallar el gobierno de la Isla, no lo ha conseguido. Falaz porque recurre a una mentalidad de laboratorio, en que se supone a priori que cierta mezcla cianuro con H2O va a producir un estallido similar a la bomba de neutrones. En este caso la fórmula sería Presión + Hambre + Escasez = Rebelión. Creo que después de tantos años todos nos hemos convencido de que esta fórmula no funciona, que hay variables que no se han incluido y otras a las que se les ha dado demasiado valor. Pero sobre todo, pienso que el embargo es inhumano porque no le preocupa los “humanos” o para decirlo en términos kantianos, estos son un medio para un fin, no un fin en ellos mismos. Apretamos al tipo de abajo, al cubano de a pie, a los 11 millones de habitantes de la isla, para que hagan algo, ya que nuestro objetivo es sacar a Castro del poder. Y lo que estamos haciendo realmente es utilizar al pueblo como un instrumento, como un medio y no como un fin en él mismo para acabar con sus problemas o con la dictadura. Nadie, absolutamente nadie que haga esto, puedo aspirar a que su política sea “humana”. Sencillamente no se puede matar de hambre a la gente para obligarlos a salir a la calle. Lo que se ha repetido tantas veces de que “el pueblo es el que sufre” es cierto. Los que viven en la cima no les importa, ni sienten el hacinamiento de los de abajo. El Comandante no tendrá quien le escriba, pero sí tiene sus reservas.
Por último, no creo que el embargo deba seruna moneda de cambio para nada. Eso es ser demasiado prepotente, tanto que ni siquiera quiero entrar en ese debate.

PD4: La opinión de Juan Abreu.

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miércoles, marzo 28, 2007

Los errores del comienzo

Se conocieron en el otoño de 1965, a la entrada de un hotel situado en la parte vieja de la Habana. Él había llegado a la ciudad sólo por unos días y se alojaba en casa de unos parientes. Ni siquiera entró a aquel lugar en busca de la mujer que sería mi madre; iba tras una de sus amigas. Pero supongo que al contar yo la historia lo que en definitiva importa es el resultado: mis futuros padres se encontraron allí, bajo las luces de unas lámparas de falso estilo colonial, y compartieron un sofá raído, entre las sonrisas cómplices de un grupo de estudiantes de Comercio.
Aquella noche se habrán dedicado palabras que me cuesta imaginar. Él la acompañó a su casa, bordearon un socorrido malecón, desgranaron los tópicos sentimentales de dos inseguros: él, un revolucionario tímido, con todo el atractivo de las paradojas; ella, egresada de un colegio de monjas, esa joven tristona que imagino por fotos. Enseguida descubren que prefieren el mismo color, que odian algunos libros, que están incómodos viviendo con sus respectivas familias. Al día siguiente mi futuro padre regresa a su ciudad; empiezan las cartas, los poemas, las confesiones. Se casaron unos meses después, el 1 de enero de 1966.
¿Qué sentido tiene rastrear las circunstancias de ese primer encuentro? Poniéndonos psicoanalíticos, se diría que busco explicación para otra escena. Porque dos años después de aquella boda nací yo, y más tarde mis padres se separaron. Las escasas fotografías que conservo de esa época en que mi madre y mi padre se cortejaban me trasmiten una tristeza peculiar por la ternura ida (la de ellos), y la melancolía por quien aún no tiene derecho a existir (yo mismo). Ambos personajes están teñidos de cierta extrañeza: son seres desconocidos y sin embargo, habitan allí donde se resuelven las claves de mi existencia --o no. Al observar esas fotos reconozco, tal vez, la fantasía de vivir antes de haber nacido, vértigo de una ausencia sin corrección posible.
Los esfuerzos por sortear esta falsa nostalgia se traducen en un deliberado olvido de mi infancia, una bruma que rodea al niño ensimismado que me dicen que fui. Y ese lapsus provoca uno mayor, como si esas hilachas de recuerdos infantiles se extendieran por otras zonas del tapiz de la experiencia, anudándose en la figura que sólo distinguimos al alejarnos del tejido: la sensación de vivir a medias, de no estar presente en el presente, de no atender a lo circundante. Aunque a menudo tengo la impresión de que podría reconstruir esa infancia en sus detalles más nimios, cuando decido hacerlo no brotan sino tonos épicos y vagos recuerdos de una televisión en blanco y negro. Envidio a esos escritores que llevan la percepción al límite: matices de color casi inadvertidos, texturas fascinantes, sonidos que me siento incapaz de percibir, y tengo la sensación de que me pierdo las más interesantes combinaciones de cosas y sucesos que me rodean.
Sin unos recuerdos coherentes de nuestra infancia hay también una dimensión del futuro que se nos escapa. Por eso mi intención de recuperar los detalles de ese comienzo podría formar parte de una empresa mayor, de un proyecto de consuelo, como alguien que se dispone a releer un libro que no le causó gran impresión años atrás, para que ahora le revele su verdadera grandeza, su secreto definitivo.
Hoy hace exactamente 16 años que no veo a mi padre. En el rastro de sus recuerdos, de ese mundo borroso en el que la política viene a ocupar el espacio de la familia, hay otras fotos, las imágenes de un evento en el que mi padre comparte tonos grises con Ernesto Guevara. Su aparición en el archivo familiar provocó las preguntas. Y hace unos días recibí la respuesta:
Esa foto de que me hablas acaba de cumplir 40 años. Fue cuando el Che inauguró la fábrica de alambre de púas y grapas de Nuevitas. El fotógrafo y yo nos colamos adentro para tirar las fotos y cuando llegó a cortar la "cinta" que era un alambre de púas, dijo que qué hacíamos nosotros adentro si eso no se había inaugurado. Del susto el fotógrafo le tomó una foto del rostro que fue lo mejor que hizo ese viejo en toda su vida. Yo ya lo conocía. Me mandaron una vez que él fue a una competencia cortando caña con una combinada cubana en el Central Brasil. El fotógrafo que iba conmigo tenía una Kiev con un esparadrapo para que no se le saliera el cablecito del electrónico y cuando nos bajamos del carro me dijo que si con eso nosotros pensábamos tirar. Le dije que era lo que teníamos y que como él se pasaba la vida diciendo que lo que había era que trabajar, allí estaba. Se rió y me dijo: “así que tirándome con mis mismos cartuchos”. Me incorporó a sus repasadores, cortando con machete lo que dejaba la máquina y después de ayudante, dándole las llaves cuando se rompía. Me invitó a comer con él y me contó muchísimas cosas de cuando era fotógrafo en México y de cómo le gustaba escribir. Me dijo: “Habrá máquinas mejores que ésta, pero tú lo que tiene es que decir que ésta es buena, porque cortando la caña a mano este país no puede ir adelante”. Otro día en una reunión me paró y me identificó: “Ah, eres tú”. Mira, ésto es una reunión de trabajo y aquí no hay nada que reportar. Yo me quedé y a la hora de almuerzo lo llamé aparte y le entregué la citación que me habían enviado. Fuimos a un recorrido y cuando se iba me echó el brazo por arriba y dijo: “Periodista, siento haberte jodido la información pero… ¡es que me pasan cada cosas! Y me contó de una ocasión anterior en la que iba a reunirse con unos administradores y tenía pensado lo que quería decirles y cuando llegó al lugar: “¡las cámaras y micrófonos van a ofrecer a ustedes...! En fin, como esta gente quiere información puedes decir que las cosas están muy mal, etc, etc.
Cuando se publicó la nota, me llamó el delegado del Ministerio de Industria para decirme que el Comandante había dicho que aquello era una reunión de trabajo. Le dije: “Lo que escribí fue lo que me dijo el Comandante que pusiera”. Me colgó sin hablar.
Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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viernes, febrero 09, 2007

Medea (una digresión literaria)


No hay comentarista que no repare en el lugar especial que ocupa Eurípides dentro del repertorio de la tragedia ática. Esquilo, padre fundador, pertenece a una época demasiado iniciática en la que, como dice Ismaíl Kadaré, el arquitecto se confunde con el albañil. La actualidad de Sófocles ha quedado injustamente relegada a la polvorienta panoplia del complejo freudiano y a la improbable circunstancia de que uno consiga acostarse con su madre sin saberlo. Pero Eurípides nos asalta hoy desde los misceláneos titulares de la crónica cotidiana, roja o amarilla.
Ya Sócrates, el despectivo, se vanagloriaba de asistir sólo a las representaciones del último de los grandes trágicos. Traición, despecho, venganza: son cosas que no pasan de moda. Cualquiera las entiende, cualquiera se coloca sin demasiado esfuerzo en el lugar de los protagonistas. En Medea, por ejemplo, se representa la misma contienda que se dirime cada día en los juzgados de medio mundo: Maternidad vs. Paternidad. O mejor dicho: la lucha entre un cliché de lo materno, no por glosado menos poderoso, y el dudoso ejercicio de una paternidad ignorada por la venganza.
La crítica afirma que Eurípides hizo una versión revolucionaria del mito de Medea porque fue el primero en demostrar que la protagonista no mata a sus hijos en un acceso de locura o como parte de un ritual bárbaro, sino por humano despecho, esa mezcla de furia y tristeza que la invade al saberse abandonada por Jasón. En los prolegómenos de su venganza, Medea envía a Glauce una túnica y una corona envenenadas que le causan la muerte. De paso, casi sin querer, liquida también a Creonte. Hasta ahí todo es, al menos, comprensible: la víctima estudia su mejor golpe contra aquellos que se han apropiado de lo suyo. Lo incomprensible es el otro asesinato, el sacrificio de los niños, la espada que se hunde en la carne engendrada. Un asesinato curiosamente impune, uno de los pocos en esa trama de severa causalidad con que los trágicos domesticaban lo fáctico.
La única que sospecha el giro aterrador que tomarán los acontecimientos, la sola capaz de intuir la lentísima progresión del horror es la Nodriza. Una profesión que se prolonga, intacta, desde el siglo V a. de C. hasta nuestros días. La Nodriza comparte con Medea la condición de extranjera en Corinto, pero es capaz de sentir lástima por ese señor que busca “poder dar a mis hijos una educación digna de mi casa y, al procurarles hermanos, colocarlos en situación de igualdad y conseguir mi felicidad con la unión de mi linaje”. ¿Cómo no ver la sombra espectral de Jasón tras todos esos maridos acechados por la culpa, semiparalizados entre el tiempo transcurrido junto a la dueña de su prole y la irrupción de una mujer más joven en sus vidas, posible embajadora de un nuevo comienzo?
Corinto está hoy en todas partes. Versiones contemporáneas de Medea también hay muchas. Pero todas salen de la de Séneca, donde, en su último diálogo con Jasón, Medea le propone huir juntos. Como sólo consigue una negativa, suplica el derecho de llevarse a sus hijos. Él vuelve a negarse pues los ama demasiado para separarse de ellos. Queda trazada entonces la ruta de lo irreconciliable, todas las variables del futuro reportaje amarillista.
En la tragedia de Eurípides se cruzan varias cuestiones que nos devuelven siempre al dilema maternidad vs. paternidad, a su complicidad en el balance de la desgracia final. Y la única conclusión que alivia tal connivencia es que quizá no puedan coexistir ambos derechos: en el exilio siempre habrá que aceptar la abdicación silenciosa de uno de ellos.
Jasón y Medea como un matrimonio pequeñoburgués de provincias: él, que sale cada mañana, trajeado, en busca del Vellocino; ella que colabora activamente en su suerte (en algún momento de la saga sabremos que la Esposa también es capaz de preparar los filtros que le devuelven a un rey la capacidad de engendrar). ¿Qué sería de Jasón sin las artes de su fiel encantadora de serpientes, sin la mano que ha curado sus fiebres, sin esa voluntad que ha espoleado la suya cuando ya estaba a punto de desfallecer, sin el saber bárbaro en una tierra extraña?
Un buen día llegan los hijos, aparece una nueva oferta de trabajo, se mudan a ese lugar en el que ella queda condenada a ser una extranjera. Y no es difícil darse cuenta de que Medea no encaja bien el cambio, que se siente a disgusto, que su carácter, antes festivo e impetuoso, se va amargando poco a poco, lenta e inexorablemente.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

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martes, enero 23, 2007

Bocetos para un rascacielos futuro

Cuando hace un par de años el arquitecto Rafael Fornés declaró Miami como una víctima urbana de las tres A (Automóvil, Ascensor, Aire acondicionado), algunos colegas lo acusaron de tremendista. En el escenario de una arquitectura tan pujante como desordenada, las tres A de Fornés se oponían demasiado simétricamente a las famosas tres P (Patio, Portal, Persiana) de Eugenio Batista, con las que la vulgata pedagógica define lo cubano en la arquitectura.
Pero en aquel artículo titulado, y no por gusto, “La ciudad virtual”, Fornés esbozaba un escenario mucho más original que el simple contrapunteo de estilos: el que define a Miami como región y no como ciudad.
On the new stage
, la disputa sobre los diversos estilos arquitectónicos sería apenas el primer paso para un plano urbanístico más complejo que el simple intercambio de las cabezas trocadas del exilio. El plano de una reconstrucción posible. Un paisaje urbano, también hay que decirlo, donde el término política estaría obligado a recuperar su antiguo sentido citadino.

Fornés formó parte de una generación de arquitectos (Emilio Castro, Juan Luis Morales, José Antonio Choy, Rosendo Mesías, Eduardo Luis Rodríguez, Teresa Ayuso, Lourdes León, Emma Álvarez-Tabío, el tristemente fallecido Francisco Bedoya…) que durante la década de los ochenta trataron de replantearse el sentido de la arquitectura cubana, enclaustrada entre cajones de hormigón armado y diatribas admonitorias contra el postmodernismo. Pero también tuvo la suerte de emigrar a tiempo, y trabajar, ya en Estados Unidos, cerca de los “viejos”: Frank Martínez, Nicolás Quintana (a quien le hizo una entrevista inolvidable en la revista Encuentro) y Manuel Gutiérrez. A algunos de ellos los convenció para empezar a planear el futuro arquitectónico de La Habana desde el grupo Cuban Cultural Heritage, que hoy celebra pacíficas reuniones nostálgicas.

Fue también en el exilio cuando el sueño postmoderno de Fornés se derrumbó, ante la chapucera evidencia de The Havana Project –cuyo catálogo, por cierto, contiene un curioso prólogo firmado por Fidel Castro que algún día traeremos a estas páginas.

II
Conocí a Fornés en Miami Beach, a la sombra de Morris Lapidus, paseando por Lincoln Road y conversando sobre la ética de la restauración, lo cual no deja de ser un tanto paradójico. Yo había ido siguiendo desde hace varios meses la pista de Studies of La Habana, su curso en University of Miami; un foro interesante, no sólo porque evade burlonamente la arterioesclerosis del discurso político que ha caracterizado a una buena parte del exilio histórico, sino porque dentro de las restricciones a las que obliga la Realpolitik del “caso cubano”, Fornés ha conseguido plantear retos arquitectónicos y pedagógicos que colindan, al mismo tiempo, con la utopía más pura y el pragmatismo más inmediato.
No se trata, aclaremos, de ese cómodo margen para la ambigüedad ideológica con el que Miami, contra lo que se cree, acaba siendo muy tolerante. Seguro habrán oído hablar, aquí o allá, de su Castroleum, el proyecto de un concurso internacional para la tumba-mausoleo de Fidel Castro, o de su no menos polémico proyecto de transportar la Freedom Tower desde Miami (“donde no la respetan lo suficiente, la agreden con otros edificios”) en balsa hasta La Habana (donde alcanzaría “su definición mejor en un nuevo entorno”), así que ya sabrán a qué me refiero: para Fornés no hay urbanismo sin política. Pero su política urbana va mucho más allá de los estereotipos, los rebasa por la derecha.
Tomemos, por ejemplo, la última edición de su curso, “The New Havana”, donde se propone un estudio de la arquitectura habanera “revisada” desde Manhattan: unos paseos neoyorquinos sirven para preparar el diseño de los futuros rascacielos del Malecón. ¿Paradoja? ¿Neoanexionismo didáctico? No exactamente. “Nueva York es muy habanera”
-sostiene Fornés. “Manhattan era New Amsterdam. Y los holandeses fueron colonia española. Tienes, además, esa casi réplica del Castillo de la Fuerza que estaba en la punta de Manhattan. Y recuerda todas las conexiones de la cultura cubana con Nueva York, desde Narciso López hasta Camilo Cienfuegos, pasando por la estatua de Martí en Central Park”. El viaje a Nueva York sería, según Fornés, un “viaje a la semilla”: “en esa ciudad está el meollo de la modernidad arquitectónica norteamericana, y hay obras de muchos arquitectos y estudios (Mc Kim Mead & White, Harrison & Abramovitz, Igor Polevitzky, de Polevitsky & Johnson…) que luego construyeron en la capital cubana”.
Convencido de que Miami no es el modelo para lo que debería suceder en el skyline del Malecón, Fornés y sus alumnos emprendieron una verdadera arqueología arquitectónica de Manhattan que los llevó a documentar
-y dibujar- toda una colección de edificios irrepetibles. El Flatiron, por ejemplo, con su famosa planta triangular. O el Chrysler. O el Empire State, contemporáneo del Hotel Nacional.
Pero no sólo estudiaron los rascacielos neoyorkinos. También sistematizaron las ordenanzas decimonónicas que han generado las proporciones básicas del mapa urbano de La Habana, convirtiéndolas en una especie de pie forzado que permitiera insertar todos los edificios en un entorno “autóctono” dominado por los pórticos.
Las ordenanzas son alambicadas, el resultado castizo de burocráticas instrucciones verbales. Pero pueden dibujarse. Y este código, que se remonta a 1861, fue lo que usaron los alumnos del curso como base para todos sus trabajos: debían mantenerlo, aunque lo que se proyectara fuese un rascacielos.
Según Fornés, a partir de esos parámetros básicos la proyección de edificios altos y emblemáticos puede conciliarse con la comprensión de la ciudad como un todo. (Una comprensión difícil de encontrar en la arquitectura de la Florida, si bien Andrés Duany y el New Urbanism han promovido recientemente otro acercamiento, ejemplificado en Seaside, que contrasta con la libertad absoluta de la arquitectura por encargo norteamericana).

III
No tengo espacio para analizar aquí todos los proyectos de Fornés y sus alumnos, así que me concentraré en uno de los más interesantes, el de Christopher Zardoya, un joven arquitecto cubanoamericano que propone erigir un hotel Ritz Carlton en un sitio del Vedado cargado de resonancias históricas y urbanísticas.
Aquí tienen un travelling del lugar escogido, tal y como está hoy:



Y estas serían diversas vistas del proyecto y su entorno (hagan click sobre los gráficos para obtener imágenes de mayor tamaño):






Así se vería nuestro Ritz Carlton desde el mar:




El edificio se coloca, como verán, en una especie de triángulo libre, que dialoga al mismo tiempo con el Hotel Nacional, el Focsa y el Someillán. Si se fijan bien, en este escenario no existe casi nada construido después de la Revolución. El Someillán y el Focsa, elementos fundamentales de referencia, son edificios “batistianos”. El Nacional, con esas torres cargadas de alusiones moriscas y mediterráneas, se remonta a 1930.
Subrayemos el emplazamiento estratégico, que coloca el hipotético hotel muy cerca del Monumento a las víctimas del Maine, construido por Félix

Cabarrocas quien, según la leyenda, alcanzó a ver, de camino al avión que lo llevaría al exilio, cómo el águila que lo coronaba caía al piso. Esa águila desmontada regresaría ahora al vertice del frontis del Ritz en una operación de sugerente simbolismo.
Según Fornés, el Ritz
-como los demás proyectos- se documentó en sección para que los estudiantes tuvieran una idea de qué significa hacer un rascacielos desde el punto de vista estructural, un diseño total que implica, incluso, la posibilidad anticipada del colapso (como sucedió en el caso de las Torres Gemelas).
El dibujo muestra las vísceras. Sección y elevación, a la manera de Palladio y sus dibujos de la Villa La Rotonda.
En la cúpula del Ritz Carlton Havana, donde no cuesta mucho ver las reminiscencias señoriales del Capitolio, se ha proyectado un espacio público, del que puedan disfrutar todos los habitantes de la ciudad. Esa cúpula aparece coronada por una figura femenina que alude, por supuesto a la mítica Giraldilla, pero también a la Fuente de la India. Con ese top el Ritz ya está listo para incorporarse simbólicamente al futuro skyline de la ciudad, donde dialogaría lo mismo con el edificio de la Bacardí que con el Someillán, cuya altura no rebasa por mucho.
Por otro lado, la torre (como puede verse claramente en el dibujo de la planta) está colocada en ángulo, y no de manera ortogonal, lo cual suaviza su perfil urbano. El edificio, aunque altísimo, se enfrenta suavemente a la ciudad, a diferencia de la agresiva pantalla del Focsa. Incluso sus sombras han sido diseñadas. Mírenlo aquí, por ejemplo, un mediodía de enero:


En pocas palabras, este Ritz convive pacíficamente con la arquitectura del Vedado; respeta lo ya existente, ostenta unas arcadas protectoras y conviviales, pero tiene también un aire neoclásico, de nuevo comienzo, que podría convertirse en un interesante síntoma de nuestra superación del complejo de inferioridad anti-yankee. Después de todo, es a Leonard Wood a quien debemos el Malecón.
Para cualquier arquitecto moderno sería ridículo (e imposible) ignorar la “conexión cubana” con EE UU. Desde ese punto de vista, los cubanos “de Cuba” somos también un poco “cubanoamericanos”. Un estudio medianamente serio no puede obviar el nivel de la presencia arquitectónica norteamericana en La Habana, que no tiene nada de incidental. Ejemplos sobran: los que hicieron la sede de la ONU en Nueva York construyeron también la Embajada norteamericana en La Habana (cuya ampliación está prevista en otro de los proyectos del curso de Fornés). Polevitsky hizo el Riviera. Todo el skyline habanero es esencialmente americano. Y en otros lugares de la ciudad aparecen también huellas definitivas de esa influencia. El Sevilla Biltmore, por ejemplo, con sus arcos florentinos, su rustication beaux-arts, construido por los mismos que hicieron la Freedom Tower, y cuyos ecos llegan alegremente hasta este Ritz maleconero.

IV
En sus Cincuenta lecciones de exilio y desexilio, Gustavo Pérez-Firmat refiere el temor del cubano hispanoparlante hacia el idioma inglés como una variante del Umheilich freudiano: lo extraño es precisamente aquello que nos aterra por su familiaridad.
El “temor al rascacielos”, cuidadosamente
inoculado en la Facultad de Arquitectura habanera ("¡Ya saben lo que quería hacer el loco de Sert!") y coloreado con tintes diabólicos en la teología de la reconstrucción preconizada por Eusebio Leal, es un claro pariente de este temor paralelo al idioma inglés y a la injerencia americana: el miedo a una presencia harto conocida e ineludible en la toponimia y la historia del país.
También nos recuerda Pérez-Firmat aquel aforismo donde José de la Luz y Caballero se pregunta: “Si no se hubiera pasado por ciertos antecedentes, por ciertas pruebas (ordeals), ¿dónde estaríamos aún?
”. El ensayista cubanoamericano se fija en que el inciso distiende los dos miembros del periodo; se incrusta en la frase como un cuerpo extraño y decisivo: “el idioma inglés es la prueba, el ordeal, que muchos escritores cubanos han tenido que enfrentar y superar”.
Lo mismo vale para este edificio utópico y retador, que habita en un futuro inmediato. Tiene todas las virtudes de los rascacielos habaneros, que son the big ordeal, prueba y ordalía de la arquitectura y el urbanismo cubanos.
De no ser por ellos, ¿dónde estaríamos aún?

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

Créditos:
El dibujo del Flatiron Bldg es de Patrick Walsh. El dibujo del Empire State Bldg es de Lee Graf.
El proyecto del Ritz Carlton Havana es de Christopher Zardoya.
Todos ellos fueron alumnos del curso Studies of La Habana, University of Miami, Fall 2006, donde se desarrollaron 11 proyectos para el Malecón habanero entre el Paseo del Prado y el Hotel Riviera.
Ninguno de los materiales visuales incluidos o linkados en este post puede ser citado sin mencionar la fuente y el copyright de University of Miami.

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