martes, mayo 29, 2007

¡Viva Cuba libre!

El día
Tal era la impaciencia por verlo llegar que muchos cubanos no se fueron a la cama el 19 y esperaron toda la noche a que dieran las doce en punto. Una salva atronadora anunció la llegada del día en que Cuba sería proclamada República, y a los cañones del Morro y la Cabaña se sumaron las sirenas de las fábricas y los barcos en la bahía. Ya nadie pudo dormir porque las calles se llenaron de gente que se abrazaba y gritaba alborozada. Los más previsores, todavía en la madrugada, ocuparon puestos en la Plaza de Armas, frente al Palacio de los Capitanes Generales donde tendría lugar la toma de posesión. Al mediodía del 20, faltando cinco minutos para las doce, al Salón Rojo del Palacio entró, por la izquierda, la delegación americana, encabezada por el general Leonard Wood, hasta ese día cabeza del gobierno interventor y, por la derecha, la cubana, a cuyo frente iba don Tomás Estrada Palma, presidente electo. El general Wood declaró terminada la dominación americana en la isla y anunció el traspaso del gobierno al presidente cubano. Acto seguido, leyó una carta de Theodore Roosevelt, el vigésimo sexto presidente de los Estados Unidos, que felicitaba al pueblo cubano por la independencia conseguida. En ese instante, sin que todavía terminase la ceremonia, el mar de personas abajo comenzó a contar las cuarenta y cinco salvas de la batería del Morro que anunciaban el cambio de banderas en la principal fortaleza del país. Cuando de su asta mayor, perfectamente visible desde la Plaza de Armas, se arrió la bandera americana y se izó enseña cubana la grita fue apoteósica. Sólo restaba que Rafael Cruz, presidente del Tribunal Supremo, tomara juramento a Estrada Palma. Minutos después, Leonard Wood bajó a la calle y caminó hasta el muelle acompañado de Estrada Palma y seguido por una multitud. Sin detenerse un segundo, abordó el Brooklyn, el crucero que lo llevaría de regreso a su país. (Los suboficiales y soldados viajarían en el Morro Castle, un vapor que cubría la ruta Habana-Nueva York y que pasaría a la historia no por este desempeño castrense, sino por la tragedia de un devastador incendio en alta mar, sin sobrevivientes, llorada en su día por el trío Matamoros). Una colecta pública había reunido 50 mil pesos para fuegos artificiales, cientos de banderas cubanas y adornos florales: la gran fiesta, con bailes por toda la ciudad y que en muchos barrios se prolongaría toda la semana, estaba por comenzar.

El presidente
Cuando sale al balcón del Palacio a saludar a la multitud que lo recibe con vítores, el hombre de perilla y lentes ovalados, de sesenta y siete años es prácticamente un desconocido para los habaneros. Presidente de la República en Armas en el lejano 1875, presidente de la Junta Cubana en los Estados Unidos, hace un mes escaso, el 20 de abril, el Almirante Ferragut, lo ha traído a Gibara, en el oriente de la isla, desde donde ha viajado a Santiago de Cuba. El 4 de mayo toma allí el vapor Julia en el que llega a La Habana tan sólo once días antes de la toma de posesión. Su popularidad, sin embargo, no se ha visto afectada por ello y ha sido recibido con creciente fervor, más por lo que simboliza que por él mismo. También ha ayudado que el Generalísimo Máximo Gómez, el héroe de la guerra, un dominicano, un extranjero que no aceptó puesto alguno en la Asamblea Constituyente, haya hecho campaña por él. El 16 de mayo por la noche, la Asamblea de Veteranos ofrece al gobierno interventor un banquete en el Teatro Tacón para lo cual disponen una enorme mesa en forma de escudo en la platea. Ha presidido el agasajo el propio Gómez y como maestro de ceremonias ha oficiado el Dr. Gonzalo de Quesada, amigo y albacea de José Martí, el gran ausente de esa noche y de este día. Durante años fueron prácticamente vecinos Martí y Estrada Palma. Aquél en Nueva York, éste en Central Valley, Virginia, donde ha vivido veinte años como maestro de una escuela primaria. Es protestante y cuáquero, un hombre probo.

El procónsul
Es quien ha firmado el bando especial que declara el día festivo y ordenado izar -el 11, cuando el Julia entra a la bahía de la Habana con el primer presidente de Cuba a bordo- la enseña cubana en el Morro. Hoy, y para asombro de muchos, diez minutos después de haberse proclamado la República y tras la ceremonia, ha ordenado que se arríe para llevársela como recuerdo. Ésta y el machete con mango de oro macizo y pedrería que le ha obsequiado la Asamblea de Veteranos son sus reliquias más preciadas de sus casi tres años como gobernador de Cuba. Es médico de profesión, graduado en Harvard, y tiene cuarenta y un años. Es un hombre de estatura elevada, complexión atlética, “alguien que siempre miraba a los ojos”. Un día declaró con vehemencia: “Yo aseguro, por mi honor de caballero y de militar, que por las instrucciones de mi gobierno vamos hacia la independencia; el gobierno de la isla se entregará a los cubanos”. Y los criollos -en esto son unánimes los testimonios- lo tuvieron por un buen gobernante, entre los mejores que haya conocido la isla.

Los cubanos
Del millón 500 mil cubanos que arrojó el censo de agosto de 1899, 424 mil viven en La Habana. Han debido adaptarse a profundos cambios en los tres años de dominación americana: una nueva ley de divorcio que obliga a que éstos sean atendidos en cortes civiles, la prohibición de las procesiones religiosas, la promulgación de una nueva ley escolar (calcada de la existente en Ohio) que en dos años ha llevado a más de 140 mil niños a escuelas públicas en lugar de las pocas y deficientes escuelas parroquiales españolas. Y otro motivo de alegría: la fiebre amarilla ha desaparecido. El descubrimiento del cubano Carlos J. Finlay y los experimentos organizados por Walter Reed, médico del ejército interventor, en “Las Ánimas” han permitido eliminar los mosquitos, en especial, al temible stegomya fasciata. Y aunque quizá no lo sepa la multitud que desborda la plaza, los casos han descendido de mil 400 en 1900 a ninguno reportado ese año en que nace la República.

Los españoles
El 20 de mayo mismo, lejos de allí, en Madrid, una verbena celebra la coronación de Alfonso XIII, que recibe un reino con el faltante de la “más preciosa de sus posesiones”. No tardarán, sin embargo, los peninsulares en lanzarse a una reconquista privada que, en contados años, llevará a 400 mil de ellos a la isla de Cuba. Es que la nueva República no es antiespañola. Muestra de ello es que el 17 de mayo, tres días antes de la toma de posesión, Estrada Palma y Wood han asistido al Casino Español a una ceremonia ofrecida para celebrar la coronación del nuevo rey. Y un español, Manuel Luciano Díaz, recibirá la cartera del Ministerio de Obras Públicas. Sólo las corridas de toros no se recuperarán jamás del golpe que les asesta el gobierno interventor: a pesar de que se levanta la prohibición, ya nunca serán populares.

Los americanos
No usan sombreros, extrañamente. Tampoco lo llevan este 20 de mayo. La costumbre ha indignado a más de un cubano, que no se imaginan andando así, obscenamente, con el “cráneo al descubierto”. Han sido estos hombres, de “sencillez republicana”, quienes censaron el país y construyeron el Ferrocarril Central que acorta el viaje desde Santiago de Cuba de 10 días (en precarios barcos de cabotaje) a 24 horas; han sido ellos quienes pusieron en marcha el tranvía eléctrico en La Habana, y quienes, según el principal cronista de la época, Martínez Ortiz, convirtieron a la isla de Cuba, “uno de los países más insalubres de la Tierra, y que por ello había adquirido triste celebridad... en uno de los más saludables” -para lo que debieron, en los tres años y medios que duró la administración, sacar “inmundicias y detritos” de las viviendas, en carretas “que podían contarse por miles”. Todo, cierto es, con el fin de preparar la inserción de Cuba en la economía norteña: para 1905 la colonia americana en la isla asciende a 13 mil personas, que poseen 50 000 000 de dólares en tierras. William Jennings Bryan, el líder de los demócratas americanos que viajó a la toma de posesión y dejó un extenso reportaje para uno de los semanarios ilustrados más importantes de la época, el Collier’s, vaticina: “La Habana está destinada a convertirse en un balneario de invierno (winter resort) para los turistas americanos. Está tan sólo a tres días y medio de Nueva York y a menos de un día de la Florida”.

La República
Cuba entraba al “concierto de los naciones libres” con el reparo del senador Platt. Al corresponsal que el Correo Español, de México, envió a la toma de posesión, no le pareció excesivo telegrafiar a su redacción los ocho artículos de la fatídica Enmienda. Dos son los más gravosos. Éste, el primero: “El gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún poder o poderes extranjeros ningún tratado u otro pacto que menoscabe o tienda a menoscabar la independencia de Cuba, ni en manera alguna autorice o permita a ningún poder o poderes extranjeros obtener por colonización o para propósitos navales o militares o de otra manera asiento o jurisdicción sobre ninguna porción de dicha isla; y también el tercero: “El gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos puedan ejercer el derecho de intervenir para la preservación de la independencia de Cuba y el sostenimiento de un gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual, y al cumplimiento de las obligaciones, con respecto a Cuba, impuestas a los Estados Unidos por el tratado de París y que deben ahora ser asumida y cumplidas por el gobierno de Cuba.
Esos párrafos pesarán hasta bien entrado el siglo y aún después de su abolición al comienzo de los años Treinta. No estaban errados los que alertaron que un mecanismo así llevaría a los partidos a buscar la intervención de los Estados Unidos como árbitro de cualquier diferencia. Ocurrió, en efecto, en tres ocasiones. Sólo que la que arrancaba aquel venturoso día de mayo, tutelada e imperfecta, era sin embargo una República real, impetuosa y brillante a su modo (sus mejores escritores, sus mejores músicos, crecidas y redondeadas sus más bellas ciudades), no una pseudorrepública como la vituperaría aquella que comenzó en el 59.

José Manuel Prieto
Nueva York

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sábado, mayo 12, 2007

José Manuel Prieto (Nueva York)

La semana pasada fue el Festival del PEN aquí en Nueva York, muy interesante; estuve en una mesa, durante una cena, con Norman Mailer y hablamos un poco de cuando yo era un joven en Cuba y leía Los desnudos y los muertos. Ahora releo un ejemplar de La cancion del verdugo, que me autografió. Además de eso, lo que tengo en mi cabecera es Vitrubio y Vida de Jesús, de Renan, que traje de México y estoy releyendo.

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domingo, abril 22, 2007

Ficciones

Hoy día se admite como un hecho casi incuestionable que la Revolución Cubana fue la más importante causa extraliteraria del así llamado boom de la novela latinoamericana. Su presencia, la razón o sinrazón de la Revolución, reverbera en muchos textos de varios de sus autores. Mucho se ha hablado del impacto cultural de la Revolución Cubana, de cómo favoreció una nueva percepción de América Latina y, en particular, de las letras del continente. Que gracias a la Revolución Cubana, a la formidable agitación tectónica que generó, logró el mundo entender que aquello que aparecía como un brillante escritor argentino, o un novelista de mucho mérito en Cuba, o un excelente poeta y ensayista en México, eran en realidad nódulos de un mismo fenómeno, de la patente mayoría de edad cultural de toda la región, movimiento literario y comercial que con gran astucia fue bautizado con el rimbombante nombre (nunca mejor dicho) de boom.
Sin embargo, cabría discurrir sobre si la Revolución Cubana fue más bien un proceso marginal dentro de la vida literaria del continente, un suceso político que en nada influyó en el tipo de libros que desde hacía mucho venía escribiéndose en el español americano y cuyo ascenso, como ya he dicho, era palpable en la obra de autores como Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti y muchos otros, anteriores todos a la Revolución Cubana.
Es decir, delimitar su valor como causa extraliteraria; como fenómeno que, si bien favoreció una mejor apreciación de las letras latinoamericanas, en nada alteró su núcleo artístico. Este enfoque coincide plenamente con la mirada más bien escéptica que los muchos años transcurridos desde 1959 nos han impuesto. Una aptitud y una posición adulta podría decirse; sabia, de no endiosamiento. La literatura del continente, si bien sacó provecho de la Revolución Cubana, nada le debe; el acontecimiento político debe ser visto como externo, algo extraliterario propiamente dicho.
Una visión más correcta, está tentado uno a decir. Pero ¿en qué grado?
¿Hasta qué punto no sería mejor romper la dicotomía, verla simplemente, a la Revolución Cubana, como lo que realmente es: la obra de ficción más importante del boom?
Y la más lograda. La “novela” latinoamericana de mayor popularidad a nivel planetario, la más leída. Cuyos avatares en tiempo real el mundo entero ha seguido con el alma en vilo, maravillado por la formidable puesta en escena, subyugado por el encanto irresistible de la justa titánica. La fantástica creación literaria en que no han faltado héroes y villanos, en que un Imperio y un Estado Rebelde enfrentados durante largos años, vencidos siempre los negros designios de los procónsules y con las tropas imperiales a raya por decenios. Algunos espectadores finalmente ganados por el tedio que nos provocan esas obras que llevan demasiados años en cartelera, pero aun así: legiones de seguidores, los buenas almas que no se pierden una entrega.
Una ficción ajustada al gusto de la época: los sesentas. De rebelión contra los adultos, de abandono de la casa paterna, de protesta contra lo burgués. La saga interminable a cuya sombra ha crecido más de una generación, en que unos jóvenes (no importa si caribeños) se rebelan contra sus mayores (sí importante: los Estados Unidos). Rastreable su influencia en muchas de las obras mayores de la época, tan semejante Cien años de soledad, por ejemplo, a la otra Gran Saga de la Revolución Interminable: la construcción cíclica de ambas tramas, la duración casi bíblica de la contienda, el destino prodigioso del patriarca bajo el castaño: envejecido y hablando una ininteligible lengua de pájaros. Toda la carga simbólica de la huída y la salvación en la intemperie, la magia y lo romántico del campamento hippie. Adelantado en varios años, casi un decenio, el desplante estudiantil del 68.
Visto todo esto, entendido esto, ¿cómo pronunciarse a favor o en contra de la Revolución Cubana? ¿Revelar tanta dureza de alma o incomprensión de su real naturaleza? Porque es, antes que nada, una obra de imaginación. Lo soberbio de su ejecución, la profundidad y la finura psicológica con que aparecen retratados sus personajes, la ambición de su amplio enfoque, el ritmo (intenso) de la narración, los sobrecogedores ascensos y descensos de la trama, la belleza y el atractivo irresistible de sus héroes secundarios, capaces de generar otros ciclos novelísticos, mitos no menos potentes: el del comandante desaparecido en el mar, el del héroe barbado que muere en la selva y lucha denodadamente antes de morir, siete noches y siete días contra el gigante de las tres cabezas...
(Y el hecho de que la Revolución Cubana haya generado además una literatura apreciable, de mérito propio, puede ser visto –y quizás lo será en algún futuro lejano– como algo poco digno de atención, algo menor. Todo lo escrito dentro de ella o contra ella: testimonios de la gesta, recuentos de escaramuzas, inspirados poemarios, encendidas denuncias de sus muchos desmanes, ¿no son títulos ya muy olvidados y que caerán aún más en el olvido?)
O bien, yéndonos otra vez hacia el polo contrario: minimizar su importancia, ver la Revolución Cubana como un fenómeno irrelevante para lo literario. Lo importante, en este caso, los muchos libros de esos años, más o menos estimulados por los golpes tectónicos del “Proceso”, ventajosamente iluminados por el fulgor de la batalla, pero buenos en sí mismos, que nada le deben. Superado el avatar histórico, brillando aquellas obras con luz propia, olvidada la enojosa métrica de su nacimiento, ¿quién, por ejemplo, en el trono cuando escrita tal o mascual obra? ¿Qué importa? Su belleza y originalidad por méritos propios.
Cualquiera de esas dos lecturas: el mero carácter catalizador del acontecimiento extraliterario o su indiscutible supremacía ficcional sub specie aeternitatis.
¿Qué quedará, digamos, para el año que ya se vislumbra mítico del 2059?
No lo sé, no quiero saberlo. Me gustaría pensar que lo primero.

PD: Anotación del 15 de abril de 2007
El famoso dictum: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada” aludía justamente a ese carácter de ficción original. No fue, entonces, el comienzo de la censura, el anuncio del estado totalitario, como se ha dicho, sino la declaración de quien desalienta (y no por casualidad ante escritores), la aparición de obras sin el sello de la casa matriz, de secuelas no sancionadas. La proclamación del copyright inviolable: la Revolución Cubana™ como marca registrada.

José Manuel Prieto
Nueva York

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lunes, marzo 19, 2007

La balada del enemigo


Crecí en un país que decía estar en guerra con otro. Y no con uno cualquiera, sino con el más grande y poderoso de la Tierra. La saga interminable entonces, la necesidad imperiosa de un enemigo visible, reconocible con pelos y señales. Desde mi infancia, la maquinaria de propaganda del gobierno, su Ministerio de la Verdad, trabajando a todo tren, elaborando el pelele en que centrar nuestro odio, justificar nuestros fracasos, achacados todos los males a la perfidia del enemigo: desde el desabasto crónico, la imposibilidad de encontrar nada, nunca, en las tiendas, hasta las plagas que arruinaban las últimas cosechas.
Vivíamos “bloqueados”, rodeados militarmente, según la versión oficial. Inmersos en la más enconada de las peleas. Una versión que nadie debía poner en entredicho porque nuestra supervivencia estaba en juego. Los descontentos, por otra parte, los desafectos o los traidores, aquellos que no compraban la verdad de aquel drama, los renuentes a comulgar con la historia oficial, eran obviamente unos vendidos: recibían su negra recompensa de las inagotables arcas enemigas. La célebre figurilla del jubón listado, barbita hirsuta y sombrero de copa constelado plasmada en todas las variantes posibles por el caricaturista estrella del país, las más odiosas representaciones escatológicas (moscas incluidas) que podamos imaginar. Un enemigo que merecía todo nuestro desprecio y todo nuestro odio.
Los Estados Unidos, el “imperialismo yanqui”, eran ese enemigo. No había niño que no lo supiera, abríamos los ojos en el fragor de una contienda que ya no nos abandonaba jamás, que coloreaba hasta el más temprano de nuestros recuerdos. Toda mi infancia bombardeado por imágenes de aldeas arrasadas (en Vietnam), de aquel otro atropello (contra los negros) o aquella otra invasión a aquel otro pobre país.

La televisión incorporada a ello, lógicamente. Pero era la radio, en aquellos años todavía sin programación televisiva de veinticuatro horas, el medio insignia en aquella “guerra de ondas”. La radio oficial, que no se cansaba de martillarnos con programas de “orientación política”, noticieros de actualidad internacional, boletines-relámpago sobre las más recientes maldades imperialistas y las más sonadas victorias del socialismo. Toda una epopeya en la que nosotros mismos tomábamos, ventajosamente, el papel de los más fieros contendientes. En la primera línea, se nos decía, a tan sólo noventa millas, vociferaba la radio, del enemigo público número uno no sólo de nuestro país sino de de todo el planeta.

Sin descanso.

Día y noche.

Pero la paradoja, a lo que voy, es algo en lo que no he dejado de pensar todos estos años: el fracaso rotundo de aquella campaña, su mayor descrédito. Que nunca en nuestros corazones instalada, ni en el corazón, puedo asegurarlo, de casi nadie en toda la isla, de ninguno de mis amigos, ciertamente, ni de uno de mis condiscípulos, jamás. Quizá alguno con una madre tiránica, condenado a ser el mejor alumno de la clase, aquel con las mejores calificaciones, el más “brillante” (y sin ninguna imaginación, por consiguiente).

Nosotros no, todo el país, me atrevo a afirmarlo, los enemigos más festivos que imaginarse pueda. Una masa insensata en la que aquella imagen del enemigo, tan cuidadosamente cultivada, tan esmeradamente regada y atendida, jamás echó raíces.

Aquel pelele horrible de la propaganda oficial vivía una existencia autónoma, aparte, desligada de la imagen vívida y jugosa de los Estados Unidos como el país de nuestros sueños, aquel de cuya vida y milagros vivíamos pendientes, devotamente entregados a una secreta admiración; cuya existencia ocupaba nuestra mente con escasas recámaras de compasión para los anamitas (que es también, habíamos aprendido, como en la antigüedad se llamó al país más grácil de la Tierra) o para la victoria (¡incuestionable!) de los rusos en la conquista de la espacio.

De las que no queríamos, sin embargo, escuchar hablar, de las que estábamos hartos, porque nunca conducían a otra cosa que no fuera propaganda y adoctrinamiento, y cuyas enseñanzas palidecían ante el glamour de América.

Aquella “batalla de ondas” fue la única guerra en la que participé, un enfrentamiento que tenía lugar en el éter, en el territorio mental de la imaginación. Allí era donde realmente contendían las huestes del Socialismo Real contra las del Imperialismo Rapaz, el polígono en donde se ponían a punto sus más efectivas armas.

Aunque es incorrecto decir que vivíamos pendientes de lo que hacía América; en realidad, vivíamos pendientes de lo que cantaba América: escuchábamos sus estaciones de radio noche y día, de manera clandestina y sin apartarnos del dial. Con el alma en vilo. De aquel lado, sin embargo, no nos interesaba la política, lo que tuvieran a bien decir sobre los fallos del socialismo, “la falta de democracia”, etc. Lo que no dejábamos un segundo de escuchar eran las estaciones que transmitían la música del momento, los hits del año, las canciones que por razones del mismo “embargo”, “bloqueo” o como quisiera llamarlo la radio oficial no incluían en sus programaciones, nunca. Un atraso de años en esa materia.

Y el alumno ejemplar que yo era entonces, en la mejor escuela del país (la “Eton cubana”, para que se entienda en Inglaterra) atento a todas las novedades musicales en la radio “enemiga” que, por la cercanía geográfica (aquellas mismas “noventas millas”), lográbamos captar fácilmente todo el día, y con mucha mejor recepción cuando cesaba la programación de la isla, las estaciones locales tocaban el himno nacional y se retiraban del aire, malhumoradas.

Que era cuando, simbólicamente, abandonábamos el deber del odio y nos entregábamos en pleno a los placeres del amor: todos aquellos programas en que afilábamos nuestro precario inglés, o lo poníamos a prueba.

(La complicada mise en secène: si en tu casa, al cuarto más retirado para evitar que algún vecino, no menos oidor que tú de aquella música, pero posible delator que por razones de cálculo e insidia política. O bien un padre temeroso de verse en dificultades antes sus compañeros del Partido. Si en la escuela, agrupados todos en torno a la única radio con baterías esa noche, entre guiños de complicidad y la erudita conferencia de algún lector de revistas extranjeras, conocedor de la vida y milagros del cantante de turno. Entre penumbras, el foco parpadeante en el dial).

Minados a profundidad por aquella música; quiero decir, incapaces de odiar al país que producía tanta canción maravillosa. No creo que el furor por
Billy Joel haya sido menos intenso entre mis amigos habaneros que en Manhattan. Se me dirá: un fervor universal. Está bien, ¿pero no se suponía que eran nuestros enemigos?
Por momentos, relajada la tensión, apaciguados los ánimos, la adoración llegaba a ser pública. Para nadie era un secreto que aquella era también la música bailable más divertida del planeta (después de la nuestra, claro está) y no había fiesta, ocasión oficial o no oficial en la que no sonaran alguno de los hits del año, desde
Saturday Night Fever hasta Of the wall. De modo que éramos los enemigos más festivos que pueda imaginarse, los que más pensábamos, con el corazón ardiente, en nuestros rivales. Y bailábamos, en la ciudad sitiada, la música que nos llegaba de allende las murallas, desde las tiendas del campamento enemigo.
Las mañanas en mi escuela, la susodicha Eton cubana, en que nos despertaban con
los suntuosos acordes de Barry White y su Amor ilimitado. Cabría imaginar: La Internacional cantada por un coro viril, o algún otro esforzado canto proletario. No: el placer de recibir al día con la música más “diversionista” que imaginarse pueda: todo Bee Gees, todo KC and The Sunshine Band, todo Earth, Wind and Fire brotando cada mañana de las bocinas de la emisora escolar.
Pero el ritual alcanzaba su punto máximo, las emociones del año se jerarquizaban, por así decirlo, en la escucha del
hit parade, el conteo regresivo de las canciones favoritas del año. Desde el mediodía del 31 de diciembre pegados a nuestros transistores que, cabe la aclaración, ensamblábamos allí mismo, en una de las fábricas adjuntas a nuestra escuela y donde cubríamos cortos turnos como obreros según la más moderna y elogiada metodología pedagógica, que incentivaba el trabajo manual de los alumnos. De modo que teníamos receptores de sobra para captar las llamadas de la “W tal y la “W” más cual, según las denominaciones de las estaciones del Sur de la Florida y del resto del territorio americano.
Todavía hoy puedo enlistar las canciones que ocuparon los primeros lugares a fines de los setenta, cuando era un adolescente ávido de toda aquella música al mismo tiempo que se suponía y se daba por sentado que sería un (futuro) Oficial de la Reserva, el esforzado combatiente que enfrentaría, en algún punto del mañana, a las huestes enemigas. El dulcísimo corno inglés de
If you leave me now, de Chicago, primer lugar de 1976, y que siempre me trae a la mente los años de mi adolescencia, el dolor con que miraba las aguas azules de la piscina en que nadaba la muchacha de la que estaba enamorado.
Repito, no es que no se atizara el odio, no es que no se nos explicara lo malo que era, por poner un ejemplo, el agente naranja o, el napalm, pero, ¡por Dios!, ¿qué relación podía tener aquello con
Electric Light Orchestra? Ninguna, por mucho que se la buscara.
Y esto, en el caso de que creyéramos de que el país tenía un enemigo. No lo creía, me costaba creerlo. Jamás elaboré un enemigo del enemigo de mi país. No creía, francamente, que tuviéramos alguno. Me resistía a pensar en esos términos. En cierto sentido, tal vez, eso me salvó de odiar jamás a nadie, de no fabricarme nunca un enemigo. Si los peores, los más odiosos, “nuestros enemigos”, ¡tan simpáticos!

A salvo de aquel odio, pero debieron pasar años y ahora puedo decirlo: lo más “hortera”, lo del peor gusto:
Barry Manilow, Donna Summer, Peter Frampton sus más alegres consumidores, sus fans incondicionales.
Ese fue efecto real de todas aquellas campañas, de todas aquellas Semanas del Odio: lo presentado como malo, cándidamente asumido por nosotros como bueno.

Hoy, muchos años después, ya no pienso así, ya no veo como “intrínsecamente buenos” a aquellos que me obligaban a ver como “intrínsecamente malos”. Pero ese efecto en mi juventud. Es curioso.

José Manuel Prieto
Nueva York

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